Siempre fueron pocos los que leían. Ahora, en cambio, no lee nadie. Ni novelas ni ensayo ni nada. Se sabe que, a los artículos de prensa, le dedican los lectores los segundos precisos para el título y el primer párrafo. Ni los académicos siguen la vista columna abajo. De ahí que los periodistas, los creadores de ficción y de opinión opten por formatos nuevos como el podcast, la novela gráfica, los vídeos cortos, el reel, los stories…

La literatura, propiamente dicha, ha desaparecido de las rutinas juveniles. Quizá sean los videojuegos los que han tomado el relevo. Los consumidores de eso que llaman “contenidos” no tienen tiempo para introducciones, construcción de personajes, claves metafóricas, tramas, nudos… ¡Al grano! Quieren ir al grano. Y, además, ya. Sin esperas. Si los primeros instantes no son plenamente novedosos o excitantes, pasan a otra cosa, otro vídeo, otro móvil, otra novia… Es la vertiginosa e insostenible sociedad de consumo, cuya premisa principal es que “si no te satisface plenamente, cámbialo o tíralo y consíguete otro mejor”.

La televisión (junto a los reporteros de prensa, los poetas o los grandes narradores) es ya otra víctima de este arrollador y trágico momento histórico cuyas consecuencias aún desconocemos. Los jóvenes ya no se sientan frente a la tele a ver qué echan en los canales generalistas. Les importa tan poco Antena3 como la antena de aluminio de la azotea. Las grandes pantallas no son para ver El Hormiguero ni películas en Canal Sur con imperdonables interrupciones publicitarias. Todo eso se acabó. A las pantallas le exige el nuevo público una absoluta e inmediata sumisión a sus deseos. La nueva televisión la han reinventado los influencers, youtubers, tiktokers y streamers, y está en la Red (no en los repetidores de UHF).

Este tiempo es fascinante, a pesar de que los de mi edad ya estamos fuera de él. Los que hacen televisión deberían pensar en hacer otra cosa totalmente distinta (¿pasear por el campo?) o ninguna. Siempre les queda encapsular sus programas y lanzarlos al espacio en busca de espectadores de otros mundos o civilizaciones del futuro. Tal vez haya ahí fuera quienes sean capaces de interceptar esas señales y disfrutar con la pausada imagen de un acantilado otoñal o el relato cinematográfico de un amor caribeño en tiempos del cólera.

La tele ha muerto, insisto. Todavía, por inercia, enciendo la mía y veo a Pablo Motos, Jesús Vázquez o Cristina Pedroche metidos en sus guiones, y me recuerdan a la Wallace Hartley Band. “Sois historia”, me dan ganas de gritarles. “¡Perdéis espectadores a medida que mueren los octogenarios que aún os siguen!”. Descansen en paz. Ellos y vosotros.

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