Aproxímate -me dijo- tengo algo que contarte. Quizás todavía seas demasiado joven para entenderlo, pero el problema está en que yo ya soy demasiado viejo y puedo olvidarlo. Será nuestro secreto, debes guardarlo contigo. Nadie debe saberlo.

Me senté enfrente, en el salón donde pasaba gran parte del día. Confortablemente acomodado en su extraño y antiguo butacón verde oliva, con unos interminables reposabrazos de madera. Camisa blanca y rebeca gris, zapatillas de cuadros y su olor a colonia inconfundible. Encima de la mesa de camilla, una pequeña bandeja cubierta con un tapete de hilo donde reposaba su copa de vino. Cogió su vieja pipa y la cargó lentamente de tabaco. Las manos temblorosas, envueltas en una piel transparente y pecosa. El ritual de cada día. Fui a decirle algo, abuelo…, y acercó su dedo índice a la boca para que mantuviese el silencio. Prendió la llama en la cerilla y comenzó a absorber el humo del tabaco hasta conseguir poner el hornillo al rojo vivo. Señales de humo salían de su boca pero ni una sola palabra. Frente a frente, se tomó su tiempo que a mi curiosidad se le hizo interminable.

Años atrás, siendo una niña, cuando venía a visitarnos desde Madrid con la abuela, salía a pasear con él y su bastón por el puerto de Ceuta hasta llegar a la lonja, comenzando a distinguir el cercano matiz de olor que hay entre el mar y el pescado. Siempre que íbamos me colocaba en una gran báscula donde se cifraba la captura plateada para comparar de un viaje a otro cuánto peso de más tenía su sirena; después caminaba de su mano hasta el pequeño estanco de la esquina a comprar su picadura de tabaco.

Siguió en su pensamiento y yo en el mío esperando. Hombre disciplinado por oficio, parecía poner a prueba mi paciencia. Esperé y esperé y la pipa dejó de hacer señales. La colocó sobre la mesa, sorbió un traguito de vino y apoyó sus brazos en la madera del asiento para acercarse. Fue entonces cuando empezó a hablarme y me hizo partícipe de una pincelada de su sabiduría que, de no ser por aquel día, estaría olvidada en el desván al que van a parar los secretos de los muertos.

Hoy, hecha un ovillo frente a la chimenea, ocupo su butacón mientras me sube la fiebre y en mi delirio, sus sabias palabras parecen envolverme. Pero ya sabes cómo va esto: los secretos no deben contarse.

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