¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Pelotas, no; balas, sí
Cambio de sentido
Hay asuntos, pocos y cruciales, en los que pensaba –cándida de mí– que aún existía un consenso, si no universal al menos sí entre gentes con sentido común. Uno de estos temas es el de saber qué es un ser humano (y qué no) y qué consideración merece por el mero hecho de serlo. De un tiempo a esta parte, no paro de chocarme con la cruda realidad: demasiada gente no parece tener idea de que los demás son (somos) sus semejantes, que tenemos condición humana y solo por eso somos dignos de respeto. Cuando esta referencia se pierde, hay que echarse a temblar. Tal consenso se ha perdido de facto hace mucho en el poder y en lo macro. Me remito a la masacre en Gaza (¿se puede decir ya “genocidio” o esperamos un ratito más a que Israel arrase con toda la población?); al “se iban a morir igual” de Isabel Díaz Ayuso ante los 7.291 mayores que fallecieron en geriátricos sin tener derecho a asistencia sanitaria; a que los narcos arrollen a dos guardias civiles con su lancha y aquí no pasa nada; a las personas aplastadas contra las alambradas en la tragedia de Melilla… Pero también el consenso se ha perdido entre quienes no tenemos el poder, y en lo micro. Este extremo es el que más me preocupa.
Hace unos días, un programa de radio presentaba a sus invitados el siguiente dilema, rollo Black Mirror: si alguien muy amado falleciera, y la persona finada hubiera autorizado que la inteligencia artificial reconstruyera con sus datos una especie de holograma idéntico a ella, ¿decidirías continuar tu vida junto al holograma? Pensé que sería unánime entender que la persona fallecida era muy otra cosa a un software, e irremplazable por un cóctel cibernético capaz de reproducir su personalidad, y que convivir con lo que suplanta al ser querido nos lesiona en lo más hondo. Estaba equivocada: varios contertulios no veían ningún problema en quedarse con el holograma. Lo comento con un amigo, que me habla de “transhumanismo” y de lo “posthumano”. Un día no muy lejano podremos –me informa– vivir eternamente, pues será posible el volcado pleno de nuestra memoria, deseos y parámetros de comportamiento a un entorno virtual donde podremos “vivir” experiencias y relaciones, así nuestro cuerpo ya no esté. “¿A mí qué –le contesto–, si no tendré vida ni consciencia? Soy otra cosa”. “Para ellos, tú no eres más que eso”, me responde. Así, no me extraña que hayamos empezado a olvidarnos –¡a mí, la Fisolofía!– de que somos personitas dignas de reverencia y compasión.
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