Alto y claro
José Antonio Carrizosa
¿Conspiración?
Pocos asuntos habrá tan controvertidos como el referido al trasvase de personas (reglado o anárquico) entre diferentes territorios. Las migraciones suscitan vehementes enfrentamientos entre quienes las promueven y quienes las desaprueban sin que, en ningún caso, nadie de su brazo a torcer. Lo curioso es que la movilidad geográfica es un rasgo característico del homo sapiens desde que adoptó la posición bípeda para poder desenvolverse en la sabana africana. De una u otra manera el trasiego incesante de pueblos es el que ha cincelado el mundo tal y como hoy lo conocemos.
La historia del pueblo judío, por ejemplo, es toda un puro éxodo desde que Abraham, por orden divina, desplazó a su pueblo desde Ur (Mesopotamia) a Canaán (Palestina), para después emigrar a Egipto empujados por la hambruna y permanecer allí casi cinco siglos hasta que fueron expulsados por Ramsés II y, tras cruzar el mar Rojo, llegar a la Tierra Prometida (tal como se recoge en el Éxodo o, de manera más amena, en Los Diez Mandamientos con Charlton Heston como Moisés y Yul Brynner en el papel del faraón).
Unos inmigrantes, los bárbaros, fueron los que acabaron nada menos que con el Imperio Romano. Las disputas entre el cristianismo y el islam dieron lugar a no pocos convulsos movimientos de pueblos entre Europa, Asia y el norte de África y quizás el máximo exponente de los flujos migratorios sea el descubrimiento de América, un continente ignorado hasta que los europeos se lanzaron como lobos en busca de riquezas y tesoros. EEUU es un país levantado íntegramente por emigrantes ya que fueron los peregrinos del Mayflower, quienes huyendo de la persecución religiosa del rey Jacobo I llegaron a Nueva Inglaterra y construyeron esa gran nación apoyándose en su ideario calvinista: ética de trabajo, autosuficiencia y la prosperidad como recompensa divina por seguir el camino de Dios. Eso sí, estos piadosos emigrantes no dudaron en exterminar a los pueblos nativos para conseguir sus objetivos y, aún ahora, no se andan con remilgos para expulsar a los vecinos del sur que pretenden colárseles por el cauce del río Grande.
A diferencia de los anglosajones, los españoles que llegaron a América interactuaron de manera entusiasta con los indígenas, ya fuese utilizándolos como esclavos o como suministradores (sobre todo, las mujeres) de placer sexual. En la actualidad, sin embargo, el gobierno español tiene una singular actitud respecto a la fluctuación de personas a través de nuestras fronteras: alienta –o al menos, consiente– la entrada de inmigrantes ilegales, sin cualificación, refractarios a nuestros usos y costumbres, y con la única aspiración de vivir de las subvenciones del estado y, por otra parte, no hace nada para impedir que emigren de España profesionales bien formados (médicos, enfermeros, arquitectos, ingenieros, científicos…) que aportarán en otros países los conocimientos que han aprendido… con el dinero de nuestros impuestos. ¡Un negocio redondo!
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