La mañana del 15 de noviembre de 2021, Jesús Medina comparte con sus seres queridos su nerviosismo y sus dudas antes de salir de casa. Desde que se metió en la ducha no ha parado de temblar y tampoco deja de hacerlo cuando se sienta frente al volante de su vehículo. Todas sus fuerzas las dirige a girar la llave y arrancar el motor.

Ese día Jesús no se dirige a su consulta, sino a casa de una señora de 86 años con un cáncer de colon terminal. "No me falles", le pidió a Jesús tres meses antes. Una promesa que el médico no pudo asegurarle cumplir. Madrid era una de las autonomías que estaba retrasando la creación del comité de garantías que recoge la ley de eutanasia. Tras doce semanas de trámites burocráticos, la enferma terminal ve cumplida su voluntad.

"Ya estamos los dos enfermeros y yo. Dedicamos unos instantes para contarnos lo nerviosos que estamos (…) Ella está espléndida, me agradece mi acompañamiento en estos meses, me dice cosas muy bonitas... Comienza la sedación y ella no pierde la sonrisa. Son las once y media y queda en el aire un espíritu de paz", cuenta en una carta publicada por El País.

Se cumple ya un año de la aprobación de la ley de eutanasia y, desde entonces, los profesionales sanitarios han ayudado a 171 personas a morir. A falta de comunidades que no han aportado datos, más de 300 pacientes han solicitado la muerte asistida. Del encuentro de sentimientos que Jesús plasma en su carta se sacan algunas conclusiones.

La primera es que una norma que permita morir dignamente jamás acabará con una ética y un deber profesional inherente en el médico o en el enfermero, que no es otro que el de salvar vidas. Al contrario de lo que pueden pensar los detractores más extremistas de la ley, no imagino a ningún sanitario partidario de la misma descorchando una botella de champán tras su aprobación.

La segunda es el profundo respeto que hay que sentir por los profesionales objetores de conciencia, a los que los seguidores más radicales de la norma imaginan como seres desalmados e impiadosos. La tercera es que la profesión sanitaria, que no la integran robots preprogramados, sino personas sintientes, entiende que un paciente que ha sido dueño de su vida tenga la garantía de que, llegado el momento del desahucio anunciado, también pueda serlo de su propia muerte. Por dos simples razones: un entendible miedo al dolor (aunque la ley no quita que, como denuncia SECPAL, España tenga que invertir mucho más en cuidados paliativos) y, sobre todo, por algo que puede sonar muy a romántico duelo caballeresco medieval, pero a lo que parecemos no prestar atención hasta que estamos a punto de perderlo: la dignidad, especialmente la de poder limpiarse el culo uno mismo.

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