Me enamoré de la fea, lo confieso. No sé si fue porque yo me veía poco agraciado pero, lo cierto, es que la fea me cautivó así, sin más, con su mirada de ensueño. Desde el principio quedé prendado por esa brisa marinera y el olor a brozas que el Levante arrastraba hasta sus playas. Daba igual si paseaba por La Concha, El Rinconcillo o Getares, ella siempre tenía un amanecer radiante y un atardecer fresquito.

Presumí de la mano de la fea en infinidad de ocasiones por las calles de mi barrio y siempre nos quisimos mientras olíamos los pucheros de las casas de los obreros y transitábamos por la cuesta San Francisco, cerca de la casa de Paco, a la vez que nos invadían los tañidos cruzados de los campanarios de Santa María Micaela, La Palma y la Capilla de Europa.

Creo que estuve enamorado desde el primer momento de la fea. Nunca me importó que no tuviera una catedral gótica ni un acueducto romano ni una iglesia románica y me conformé con los Arcos del Cobre, con la historia de un patrimonio arrasado por moros y cristianos, y por los gorgoritos amables de las ranas de la Plaza Alta.

Paseé, entusiasmado, tantas veces con ella por el Real de la Feria, entre la explosión de miles de faralaes multicolores de los trajes de flamenca, que ya no quise fijarme en ninguna otra. Mis ojos solo fueron para ella y, entre feria y feria, nos besamos con aromas de vinos finos y manzanillas añejas. Yo la quería y ella me quería. Nunca me importó que otros ojos la vieran fea. Nos quisimos a cada momento. Es más, todavía seguimos apasionadamente enamorados y coqueteamos, algo más ajados, entre las remozadas fuentes del parque María Cristina.

Porque mi fea se sienta cada día a contemplar desde el parque del Centenario el abrazo cálido de los dos mares, Atlántico y Mediterráneo, que galopan hasta besarse bajo las miradas atentas de Tarifa, Ceuta y Gibraltar, y es capaz de contemplar, a la vez, la sierra de Luna y derretirse con los arrullos salvajes del parque natural de Los Alcornocales.

Es fea, mi amada es tremendamente fea, pero la cortejan los vientos de Levante y de Poniente y sabe comprender que en los acordes de Entre dos aguas se encierran los lamentos de los buques que llegaron desde Trafalgar para descansar en la punta de San García.

Me enamoré de la más fea de todas, de esa que sostiene vigilante el faro Punta Carnero, la torre de Los Canutos, Calarena, La Ballenera y se adentra en el puerto más espectacular y estratégico de Europa. Esa es mi amada, la fea de mi alma, la que no entiende de inteligencia artificial ni de peleas de enamorados. Porque en el amor no existe la razón, aunque, feíta mía, quiero que sepas que estás repleta de razones para que todas las inteligencias sin artificios entiendan que eres para los algecireños la ciudad más hermosa del universo.

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