
Gafas de cerca
Tacho Rufino
Planazo en Castel Gandolfo
Su propio afán
Confieso cierta inquietud cada vez que oigo a alguien cantar las maravillas del gran apagón, y lo bien que se lo pasaron, qué guay. ¿No será envidia? Puede. Yo también habría disfrutado algunos efectos colaterales, sí, pero ese día tenía un problema de salud en toda la boca y no estaba para coreografías. Pero, aunque no presumo como Dante de que la envidia me sea el pecado más ajeno, envidio otras cosas (la bondad, la belleza, el talento…) y no la diversión de nadie, que celebro con un alma intacta.
¿Será entonces que veo claro un blanqueamiento de la incompetencia del gobierno? Lo veo, y el mal gusto oscuro de celebrar un accidente que causó una gran inquietud a los más enfermos, si no cosas más graves, y que ha hecho perder muchísimo dinero a las empresas y que ha causado un daño reputacional a España. En casa lo pasamos muy bien durante el confinamiento, pero nunca lo refiero sin vergüenza y sin pedir, antes, disculpas.
Con todo, mi incomodidad es aún más honda. Hay una infantilización muy sintomática en que sea un accidente el que nos haga celebrar lo que podríamos conseguir con un solo gesto de nuestra voluntad soberana. Naturalmente se lee de maravilla sin móvil, si lo sabré, ay, yo. También es verdad que sin preocuparte por los correos electrónicos uno puede asomarse a la ventana de su casa y pasmarse ante el paisaje. Sin estar pendiente de whatsapps, las conversaciones familiares y con los amigos y vecinos son mucho mejores, más intensas y atentas. ¡Claro que sí!
Pero ¿no podemos apagar nosotros el dichoso teléfono, darnos un respiro de computadora, desatarnos un rato de las redes? Queremos que todos los caprichos nos los den. O mediante el desastre o mediante el decreto. Una amiga, sospechando que me tendría de su lado, proponía una norma que prohibiese los kebabs. Cada vez hay más en nuestro pueblo y menos freidurías de pescado. Yo estoy por las puntillitas y las acedías, sin lugar a duda, pero no por prohibir nada. Mejor concienciarnos a nosotros y a nuestros hijos del consumo tradicional. Tenemos que ser los dueños de nuestro destino, los capitanes de nuestra alma, y no esperar a que una ley obligue a todos o a que una tragedia nacional nos descubra que el móvil se puede apagar, con la edad que tenemos. Sólo si el apagón sirve para que, a partir de ahora, sus jocundos celebrantes se tomen en serio su desconexión, yo aplaudiré un poco sus aplausos. Si no, no.
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