De un tiempo a esta parte vivimos en un permanente programa de fiestas. No me refiero a eventos formativos, musicales, académicos, exposiciones, etc. Esas actividades que, junto a los valores puramente lúdicos, divertidos o estéticos, también pueden promover el aprendizaje y el conocimiento; las que implican un proceso mental y emocional y no sólo de sensaciones; las que permiten el acercamiento a ideas o posturas que contribuyen a la mejora y el progreso de la sociedad, las que movilizan a la gente en la defensa y el compromiso con causas nobles; en definitiva, las que promueven eso que llamamos cultura. No, me refiero a otras.

Prácticamente sin darnos un respiro, cuando, por fin, se apagan las luces de navidad y dejan de oírse los villancicos en bucle, se encienden las del carnaval y hay que darse prisa porque la Semana Santa demanda los espacios públicos. En algunos lugares, como Sevilla, cuando apenas se quitan el capirote, tienen que apresurarse y embutirse en el traje de faralaes para irse a la feria y, sin perder tiempo, salir corriendo en traje corto, cruzar el Quema y llegar al Rocío. Un itinerario exigente pero no importa porque, en buena medida, ya saben, es por la fe.

Los días de las comidas típicas –sean tagarninas o erizos– romerías, procesiones magnas, días de la patrona o el patrón, cruces, corpus cristis, cármenes, aniversarios, ferias, verbenas… empiezan a llenar las agendas. Además, todos estos acontecimientos, se adornan con actividades complementarias, según las fechas: audiovisuales proyectados sobre los edificios, belenes vivientes, pastorás, mercadillos, atracciones para la infancia, fuegos artificiales, carpas, bailes, desfiles, cabalgatas, animaciones, pachangas, los inevitables toros corriendo despavoridos por las calles, las novedosas “fun area”…y muchos pregones ¡Uf! Imposible enunciarlas todas. Las ciudades se han vuelto un escenario donde siempre hay una representación.

Los festejos no tienen límites y la globalización ha extendido Halloween, el October Fest y hasta las Fallas por lugares donde todo esto es ajeno. Las clases dirigentes locales –amén de la omnipresente Iglesia– saben que es beneficioso para sus intereses, creando esa ilusoria imagen de la felicidad a través del espectáculo, cuanto más grande mejor, cuanto más multitudinario, más rentable. La gente, literalmente, embobada.

¡Cuánto nos ha enseñado Roma! Hoy, aquel “circenses”, marca el destino de buena parte de los presupuestos municipales de cualquier población y “las tradiciones” han sucumbido al éxito de público. Me dirán que es la edad, pero ¿alguien se apunta a hacernos un “probe Migué” e irnos “mu felí a la montaña”?

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