La aldaba

Carlos Navarro Antolín

cnavarro@diariodesevilla.es

La alegría va por barriosSea amable, ceda el paso

No queda sino contentarse con que el proceso fue lo importante, y no su fin. Dicho sea esto por un improbable cofrade

Supongo que usted tiene un pueblo del que se siente orgulloso de proceder o en el que, con suerte, habita y hasta trabaja con la quietud y la cooperación que la gran ciudad no suele proveer. O usted añora un barrio en el que creció y quizá estudió, y en esa despensa de cariño usted guarda una idealizada pertenencia y la entrañable cotidianidad que dio la vecindad, el saludo por el nombre o el apellido. De esa alacena de la memoria sacamos latitas en conserva en los momentos románticos. Es más probable que usted, sin embargo, viva en uno de esos “rompeolas de personas amamantadas por mil leches” que es una capital grande, según la define un amigo.

En estos días de Semana Santa, para gozar de las costumbres no hace falta ser nazareno ni hermano de las asociaciones civiles y religiosas que llamamos hermandades o cofradías: se puede amar a tu lugar sin participar de sus procesiones, sus romerías, sus ferias o sus carnavales, pero al mismo tiempo sin rechazarlas como si en ello nos fuera la honra. Vivo en un barrio, o sea, la antítesis de una urbanización. Un sitio colgado en sus días que, en verano, se convierte en un Macondo de distrito, cuyas calles de aceras entorpecidas por naranjos agrios son, en la plena canícula, idénticas a como fueron al ser ocupadas por familias de aluvión hace casi un siglo; si no fuera por la apariencia de los coches y el olvido de los gatos callejeros.

Con ocasión de una estación de penitencia de creciente predicamento a pesar de su esencia periférica, el pasado viernes, el de Dolores, como cada año desde hace no demasiados, surgió uno de esos bienes escasos que regalan los avatares que están por encima de las leyes de los hombres: la meteorología, sin ir más lejos –ni más encima–, hizo que aquella tarde haya dado en ser un privilegio. Llovió anteayer y ayer, llueve hoy, y lloverá todos estos días de remate de la Cuaresma. Dejando en un limbo agridulce miles de de horas de preparativos y de ilusiones, el gozo en un pozo. No queda sino contentarse con que el proceso fue lo importante, y no su fin. Dicho sea esto por un improbable cofrade.

En aquellos espacio y tiempo nada céntricos, los que se mudaron y los que quedamos nos reunimos, trasegamos las esquinas y recordamos anécdotas; también hurgamos en los árboles genealógicos de unos y otros, con sus ramas de entrañable bastardía. Se presentaron a hijos o nietos, añoramos a los que ya no están, artífices de una memoria común y tribal. Esos gigantes sobre cuyos hombros, incorpóreos, vivimos las jornadas y sus horas.

La alegría va por barrios; como la lluvia.

SEA amable por su propio bien. Son mucho más llevaderas las multitudes de esta Semana Santa de barro y alta velocidad si se aplica la cortesía que si se despeña por la crispación. Hay demasiada gente nerviosa y que se altera a las primeras de cambio. Pareciera que el ambiente político por momentos barriobajero de la política capitalina influye en las pautas de conducta. Una bulla se disuelve antes cuando la gente está alegre, serena, acaba de disfrutar viendo una buena cofradía y, por supuesto, el cansancio no ha hecho mella. Si le toca un crispado cerca ponga mucho empeño en estar tranquilo, hacerse el sueco si es necesario y no realizar ningún comentario que se pueda malinterpretar. Estos días laborables son, precisamente, los más tranquilos. Nada que ver con el Domingo de Ramos ni con el ciclo continuado del Jueves, la Madrugada y el Viernes. Estar en la calle en Semana Santa es un ejercicio de convivencia, que diría el político buenista. Y ciertamente lo es. En grupo nos comportamos de manera muy diferente a cuando estamos solos. Es evidente. No digamos cuando está el alcohol de por medio. Por eso se limita su venta a partir de las dos de la Madrugada, para intentar que no sea una Madrugona. Y cuando el espacio es limitado, cuando los metros cuadrados son escasos, el riesgo de crispación es como el del bebé que no ha dormido bien. Nos ponemos insoportables. Comienza el sentido patrimonialista de la baldosa donde está la silla o del lugar de la primera fila que se ha conseguido, como siempre, “hace tres horas”. Porque todos estamos en el sitio desde hace muchas horas y eso nos permite cerrar el paso. No, por favor, que nos cargamos el invento. El problema es el comentario indebido que enciende la mecha de la pelea. La impertinencia pronunciada en el momento más inadecuado. El insulto o el desprecio manifestados cuando la aglomeración estaba a punto de desaparecer. A las cofradías hay que esperarlas con ilusión, verlas con serenidad y despedirse de ellas paladeando los detalles. Por eso tantas veces se defiende que tres personas son ya una bulla para salir en Semana Santa. También es poco recomendable el consumo compulsivo de pipas mientras pasa el cortejo porque nueve de cada diez veces todas las cáscaras se quedan en el suelo. Aunque bien mirado, a lo mejor la ingesta sin mesura de frutos secos es una forma de encauzar la ansiedad y así se logra la tranquilidad de cierto personal. Y en el fondo se trata de que convivamos, estemos serenos, sepamos guardar la calma en la bulla y no nos crispemos a la mínima. En Semana Santa hay que hacer como con las vacaciones: tener las expectativas muy bajas. Y dejarse llevar.

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