Andrés Sarria Muñoz

Tauromaquia y legislación antitaurina

Tribuna de opinión

El autor expone los distintos periodos de la historia de España con limitaciones a las corridas de toros

Real Cédula de Carlos IV prohibiendo las corridas de toros con muerte (1805).
Real Cédula de Carlos IV prohibiendo las corridas de toros con muerte (1805).

21 de mayo 2024 - 02:05

No le tengo simpatía política alguna al actual ministro de Cultura, aunque no es cosa de maldecir su decisión de limitar un tanto el amparo que pueda recibir el mundo de los toros por parte del Estado. Es más, considero que la tauromaquia no debería estar subvencionada de ninguna forma; como tampoco tantas y tantas malas películas que también nos cuestan una suma importante.

Pero vamos al polémico asunto: los toros. La (mal) llamada fiesta nacional ha tenido en contra numerosas y autorizadas voces y bastante legislación. Y desde antes de lo que mucha gente piensa.

La Iglesia en general siempre se opuso a estos festejos al considerar que el hombre tenía el deber de salvar su alma, gracia que no recibía muriendo sin confesión, como podía ocurrir en las corridas. Argumento suficiente para que ya el papa Pío V, con la bula De salutis gregis dominici (1567), prohibiera a todos los fieles, bajo pena de excomunión, que asistieran a ellas.

Gregorio XIII, en su Exponis nobis super (1575), moderó el rigor de Pío V excluyendo de la excomunión a los legos, y permitía correr toros en España con tal de que no fuese en días de fiesta, condición que se mantuvo oficialmente hasta la segunda mitad del siglo XVIII.

Luego, Clemente VIII, en la bula Suscepti numeris (1596), dio por nulas las condenas a los laicos participantes y organizadores de las corridas, derivando toda interpretación legal al Derecho común. Los religiosos seguían con la prohibición de ver los toros, a pesar de lo cual, cada quien buscaba excusas y argucias para justificar su afición.

En cuanto a la monarquía, la misma Isabel la Católica no aprobaba estos festejos, aunque no se atrevió a prohibirlos. Le preocupaba sobre todo que notables y valiosos caballeros del reino perdieran la vida en la práctica de este juego.

Al contrario que el emperador Carlos V, su hijo Felipe II también detestaba estos sangrientos espectáculos, a los que evitaba asistir, aunque los toleraba como una tradición del pueblo.

Pero el siglo XVII fue de apogeo de la tauromaquia en su modalidad de rejoneo, mayormente en la Corte, por la gran afición que le tenían los Austrias menores, y en particular Felipe IV, que reinó entre 1621 y 1665.

Con la llegada de los Borbones al trono español al comienzo del XVIII se inició una lucha más intensa entre partidarios y detractores de la fiesta. Ya en 1704, Felipe V dictó una orden, vigente hasta 1724, prohibiendo la celebración de corridas, aunque limitada a Madrid y sus alrededores.

Le sucedió en 1746 Fernando VI, que tampoco era precisamente un aficionado, dictando la prohibición de los festejos, con la excepción de los que se organizasen con fines benéficos. Y en el reinado de su hermano, Carlos III (1759-1788), gobernarían relevantes personajes ilustrados contrarios en mayor o menor medida a la fiesta. Esgrimían argumentos como evitar tantos muertos y heridos por los toros o el de cambiar la imagen de España como país atrasado y bárbaro, sin olvidar los perniciosos efectos de las corridas en la economía del país.

En 1770, el conde de Aranda presentó al Consejo de Castilla un informe con vistas a una nueva supresión de este espectáculo “bárbaro”. También por aquellas fechas José Cadalso escribía sus Cartas marruecas, en las que dedica una de ellas a criticar la fiesta de toros, que más “merece nombre de barbaridad que de habilidad el jugar con semejantes fieras”.

Así que desde mediado el siglo XVIII se había redoblado el esfuerzo del Gobierno promulgando leyes contrarias a las corridas. Esta política culminaría en la real pragmática de Carlos III de 9 de noviembre de 1785 por la que se prohibían “las fiestas de toros de muerte en todos los pueblos del Reyno”. No obstante, no fue una medida realmente dirigida a acabar con las corridas, puesto que dejaba fuera de la prohibición las que destinasen una parte de los ingresos en beneficio de obras públicas o con fines piadosos. Y esta excepción no es que fuese un resquicio en la ley, sino que constituyó una puerta abierta de par en par.

El hecho es que se siguieron celebrando funciones con toros o novillos de muerte, y en muchos casos las autoridades locales se escudaban en ignorar la prohibición. El Gobierno tuvo que promulgar otra real orden en septiembre de 1787 mandando que se “hiciese circular la referida pragmática a todos los pueblos del Reyno, reencargando su debido cumplimiento”.

Paradójicamente, era en la propia villa y Corte de Madrid donde más se incumplía la normativa, como se demostró, por ejemplo, con motivo de la proclamación de Carlos IV en 1789. Hubo entonces corridas con rejoneadores, es decir, con toros de muerte.

Y aunque resulte contradictorio, fue precisamente a partir de los años de 1770 cuando se popularizó y afirmó la fiesta, adquiriendo la lidia su forma actual de toreo a pie con las tres suertes o tercios bien definidos.

En todo caso, las élites ilustradas no cesaron en su empeño de erradicar la fiesta, o al menos lo más perverso y repugnante de ella. El Consejo de Castilla ordenó en 1786 a la Academia de la Historia que informase sobre los espectáculos públicos habituales en España. La Academia encomendó al reconocido escritor y jurista Gaspar Melchor de Jovellanos que llevase a cabo el estudio, que tuvo terminado en 1790. En su informe, publicado en 1796 con el título Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas, y sobre su origen en España, hace un repaso histórico de las diversiones públicas en España. Y es contundente en descalificar la fiesta nacional (ya se le llamaba así) puesto que nunca se dio en toda España, ni fue cotidiana ni frecuente.

Lo cierto es que en bastantes poblaciones españolas sí se venían organizando festejos con toros y novillos, produciéndose los habituales accidentes con muertos y heridos en cada función. En consecuencia, Carlos IV promulgó una nueva orden en agosto de 1790 prohibiendo ahora también correr novillos y toros de cuerda por las calles, tanto de día como de noche.

En los años finales del siglo XVIII y primeros del XIX, la tauromaquia tuvo en el primer ministro Manuel Godoy otro poderoso detractor. Como ferviente antitaurino que era, Godoy fue el artífice de una postrera, y poco efectiva, prohibición de las corridas en 1805.

Tras la Guerra de la Independencia (1808-1814), la cuestión taurina se movería en un escenario absolutamente favorable. Fernando VII, que reinó hasta 1833, ofreció todo su apoyo a la fiesta. Baste decir que en 1830 fue creada por real decreto la Escuela de Tauromaquia de Sevilla, con el mítico Pedro Romero como director.

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