Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Un drama
Alto y claro
Los tambores de guerra suenan con fuerza. La Conferencia de Seguridad celebrada la semana pasada en Múnich constató que atravesamos la situación internacional más conflictiva en medio siglo, desde el final de la Guerra Fría, y resaltó la conveniencia de que Europa se fabrique su propia defensa a la mayor velocidad posible. Mal asunto. Ucrania y Gaza son, por ahora, guerras localizadas, pero con un alto potencial de expansión. Rusia está envalentonada. Sabe que tiene el triunfo bélico al alcance de la mano por desistimiento de EEUU en su ayuda a Zelenski y se permite bravuconadas como el asesinato de Navalni en una siniestra prisión del Ártico o perseguir y tirotear a un desertor en Alicante. Benjamin Netanyahu ha entrado en una espiral de locura y quiere cambiar para siempre las reglas en Oriente Próximo. Una jugada que más pronto que tarde se terminará volviendo contra él y contra todo occidente.
Estamos a un repique de que un orate como Donald Trump, que desprecia a Europa, vuelva a la Casa Blanca y la alternativa es un anciano vacilante que durante su primer mandato al frente de la renqueante primera potencia mundial no ha hecho sino empeorar las cosas. La Unión Europea sigue siendo una entelequia con pies de barro incapaz de articular políticas unitarias que le hagan tener una voz importante en el panorama internacional. Tanto Ucrania como Gaza son dos ejemplos palmarios de la nula influencia de Bruselas.
Y, en medio de todo ello, China. Con un ojo puesto en Taiwán, donde antes o después puede empezar un conflicto a gran escala, y el otro en las políticas de ampliación de sus áreas de influencia en África y América del Sur, el gigante asiático parece no tener prisa porque sabe que el tiempo juega a su favor y que en el nuevo orden que se adivina será quien mande.
Estamos entrando en una nueva época regida por la tecnología, en la que la inteligencia artificial va a dejar en pañales la revolución que supuso la llegada de internet. Los valores cambian delante de nuestros ojos. La democracia ha dejado de ser un bien en sí misma, como se ha demostrado en Argentina, Hungría o El Salvador, y los ciudadanos piden otras cosas que no tienen nada que ver con la libertad.
El mundo es ahora un inmenso polvorín y no faltan locos dispuestos a encender la mecha que haga que todo salte por los aires. Que lo hagan o no depende en buena medida de un rearme moral que debe empezar en Europa. Pero para ellos haría falta otra política y otros políticos.
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