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Cambio de sentido
Son 18 segundos de vídeo. Una guitarra mal rascada al toque burlesco acompaña un cóctel de imágenes de atentados terroristas de Hamas con otras de una pareja de presuntos bailaores. De lema: “Hamas: gracias España”. No se equivoquen: la videoguerrilla andaluza, que tantos ratos de causticidad y gloria nos da, no ha sufrido la invasión de los ultracuerpos ni de otros ultras. Este vídeo lo ha colgado en sus redes nada menos que el ministro de Exteriores de Israel para responder a la postura de España ante lo que el mundo entero –con la boquita chica, cuando no cerrada– está viendo hacer en Palestina. 36.000 personas masacradas por un Estado (15.000 de ellas niñas y niños), y las que queden, como respuesta a los 1.200 asesinados por Hamas. A esto llaman algunos “derecho a defenderse”, y se quedan tan tranquilos. El vídeo revuelve las tripas no –no solo– por cuestiones éticas (y estéticas). Hay que pasar demasiados límites para meter con música y baile burlescos imágenes de terroristas en acción y vincularlas a un estado soberano. Poco distaría este vídeo de uno donde, pongo por caso, se mostraran imágenes abusos sexuales a bebés con la sintonía de Benny Hill, y que lo difundiera todo un ministro de educación. Convendrán conmigo que esto sería un delirio insoportable.
Desde hace algunos años hemos admitido como animal de compañía la más peligrosa de las manipulaciones: la política del absurdo. Por suerte, en España aún no nos acostumbramos de pleno a presenciar los numeritos de histriones como Milei ni otros gerifaltes pretendidamente despelucados –la prueba es que nuestros entrañables ultras todavía se peinan–, ni los bocinazos de la muy felliniana Meloni, ni siquiera las morisquetas de Ayuso. Pero es lo que viene, el triunfo del delirio, la falacia, el dislate, los chillidos, la contradicción, el esperpento ejercido como herramienta de poder. El absurdo, su uso y disfrute, es titularidad del arte, del cine, el teatro, la performance y la literatura, y por supuesto de las gentes del común para cuestionar lo que nos dicen y mandan, para entender lo altas que son las tapias del manicomio que nos venden como “realidad”. Cuando el poder aprende que el absurdo es un arma perfecta de manipulación, y nos la usurpa, la llamada democracia pierde su sentido, se desliza a mero significante, pasamos de pantalla. Cuando un estado responde a otro con un vídeo capaz de mezclar la falacia y la mofa con el olor y el dolor de la sangre, hay que echarse a temblar.
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