En tránsito
Eduardo Jordá
Resurrección
Gafas de cerca
Ala palabra intrahistoria le sucede como a oxímoron o exponencial: solemos utilizarlas malamente, como de oídas, cogiendo el rábano por las hojas. Ponemos juntas dos palabras con sentidos contrarios, y bautizamos “oxímoron” a la pareja, sin que ambos términos alumbren algo distinto y sugerente con su yuxtaposición; algo poético o novedoso, y no una mera contradicción semántica. Observamos que alguna circunstancia o tendencia crece mucho y la elevamos a “exponencial”, cuando quizá sólo ha variado notablemente, o apenas bastante. Son usos que van con ciertos tiempos, “modas y modismos”, que cantaba Roberto Carlos en Amante a la antigua.
El repertorio de modismos segmenta a la población por edades: ningún joven dice ahora caramba o me cachis. Hechos clichés generacionales, “obviamente”, “cien por cien” o “en plan” son propios de la juventud actual. Caerán en desuso antes de que los niños que están naciendo lleguen a su adolescencia. Ese discurrir de costumbres tiene que ver con la intrahistoria, una expresión que soltamos, con una frecuencia inusitada, con la intención de denotar una historia íntima o secreta, incluso para aludir a las claves de alguna circunstancia: “La intrahistoria de lo del novio de la Ayuso me la sé yo bien”; “Si quieres te cuento la intrahistoria de mi ruptura con Amparo”. En realidad, Unamuno, cuando la acuñó, no se refería a asuntos privados.
Al contrario. El vasco señero de la Generación del 98 la concibió como la vida silenciosa de los millones de personas anónimas cuya existencia no cristaliza en los libros y registros, en demasiadas ocasiones escritos por vencedores y puede que sujetos al revisionismo posterior de los enemigos de aquellos, no pocas veces nuevos mesías de chistera cuyos nombres acaban grabados en los callejeros, o sus figuras erigidas sobre peanas en las plazas y avenidas. La intrahistoria es inconsciente y colectiva, perpetua y silente. Es la corriente interior del discurrir de la vida de las gentes, sus días, sus lugares y sus verdaderos intereses y sucesos compartidos. No se cuece en sedes ni en logias.
Visto así, cabe mesarse los cabellos por los terriblemente discrepantes hechos, eventos y asuntos importantes para la gente corriente comparados con los de nuestra clase política, la presente, quizá como nunca uno haya conocido desde, digamos, los veinte años. Irritantes marcianos, gente artera y sin palabra, enredados en sacarse trapos sucios más o menos evidentes y más o menos fehacientes, obsesos del poder. Cuando la intrahistoria está a océanos de distancia del escenario de sus gobernantes, una falla se abre.
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