Hay tantos políticos hablando sobre personas desvalidas, vulnerables, excluidas, marginadas que uno se pregunta si saben qué está pasando y por qué cada día hay más pobres. Lo peor para quienes no tienen lo necesario para vivir dignamente es que ya forman parte del “discurso”. Son un tópico al que recurrir cuando alguien quiere mostrar sus preocupaciones sociales. Ocurre en todo el arco parlamentario, con sus excepciones. Mucha preocupación aparente por los problemas de la ciudadanía, pero pasan el día del Congreso al Congreso y tiro porque me toca. Con una violencia verbal que avergüenza a cualquiera. Y, por supuesto, sin llegar a acuerdos puntuales. Lo más común cuando uno tiene la paciencia de oír, que no de escuchar, algún debate es el mismo planteamiento: yo quiero el poder, quítate tú para ponerme yo. A veces me provocan cierta ternura, como la de los adolescentes conflictivos. Creen que son los que mandan o pueden mandar, ¡pobrecillos! Parecen ignorar la caterva de encorbatados que están marcando el ritmo de lo que más afecta a la gente pobre: la economía, sí, los poderes económicos que en este sistema marcan la pauta a los gobiernos y nos derraman ideología en forma de eres el mejor, piensa en ti, procura no contagiarte de ideologías progresistas, todo lo hacemos pensando en ti, lo más importante es el dinero venga de donde venga, ya sea del tráfico de drogas, de armas o de la trata con seres humanos… Nadie les va a plantar cara.

Hay que concretar de una vez por todas qué vamos a hacer para evitar, o al menos paliar, la desigualdad que impide un ejercicio adecuado de la libertad que como ciudadanos nos corresponde a todos/as.

Son tiempos raros, convulsos, dramáticos para muchos seres humanos. Tiempos en los que la perplejidad y la mentira se dan la mano. La deshumanización imperante nos hace indiferentes a las necesidades de los demás, ya sea una guerra como la de Ucrania, un genocidio como el que sufre el pueblo palestino o los crímenes del nuevo emperador de Rusia. Sin olvidar el desprecio a inmigrantes, asilados y apátridas. El sentido común está casi desaparecido, y en raras ocasiones aparece un líder que nos haga reflexionar. Vamos a la carrera sin saber hacia dónde nos encaminamos. Nunca la teoría del absurdo se había hecho tan real como en nuestros días.

Reconozco, una vez más, que nuestras escasas alegrías vienen de los mismos afectados: cuando uno de ellos encuentra un puesto de trabajo y rehace su vida; cuando alguien después de una lucha titánica consigue estar regularizado; o cuando los vecinos, los amigos y desconocidos, ante el desprecio de algunos, dan la cara para defender a alguien cuyo único delito es ser pobre.

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