Monticello

Víctor J. Vázquez

vvazquez@us.es

Gente de largo recorrido

Por el cristianismo y el romanticismo hoy somos incapaces de comprender la amistad en términos puramente utilitarios

En algún momento debí consentir para que el teléfono martillee a cada tanto mi débil mundo, mostrándome fotos del ayer ¿Recuerdas este instante?, me pregunta, y ahí aparecen mis hijos más niños y otras muestras de cómo van cambiando, diría aquel, las dimensiones del teatro. Ha sido en este barajeo digital de los recuerdos, cuando ha aparecido una foto que creía perdida, en la que posa el poeta Pepe Serrallé, risueño entre flores de noviembre, sentado en una taberna del Popolo gaditano, muy canalla y flamenco, el güisqui en la mesa, con su ligero aire, melenudo y plateado, a lo José Mercé. Y es por esta foto que he recordado de pronto la definición más canónica que he escuchado de la palabra amigo. Su autor, Alfonso Crespo, la dejó caer en un mítico bar de copas sevillano, hoy malogrado en galería de arte, al presentarme al propio Serrallé, que apareció radiante y novio del mundo, a las tantas de la noche. Ya los conocerás bien –me dijo el niño Crespo, refiriéndose a Serrallé y a su banda– pero primero termina la tesis, esta es gente de largo recorrido. La disputa filosófica por la esencia de la amistad es insondable. Aristóteles, ya se sabe, distinguía tres tipos de amistad: las basadas en la utilidad, aquellas construidas sobre el placer y las que se sostienen sobre la pura virtud. El cristianismo, por un lado, con su reinterpretación de la idea de ágape, como amor abstracto y desinteresado, a la manera de Dios a los hombres y como Dios merece; y el Romanticismo, por el otro, con su impugnación al cálculo moral pragmático en nuestros actos, hacen que hoy seamos incapaces de comprender la amistad en términos puramente utilitarios. Que entendamos bien a Orson Welles cuando confesaba que volvería a contratar a sus inoperantes técnicos, pese a que se cargaran sus películas, por el solo hecho de que eran sus amigos. Nos resulta ahora también más clara la distinción entre la relación pasional basada en el eros, de la pura relación de amistad, basada en la philia. Aunque la intimidad y la amistad tienen a veces también su parentesco, como le recordaba Paul Auster a Coetzee, al confesarle que con todas sus mejores amigas había hecho el amor alguna vez. En todo caso, si desear lo bueno al amigo sólo porque es amigo podría ser el patrón oro de la amistad, bien podría decirse que es esa promesa del largo recorrido que el amigo nos hace la que lo identifica como tal y da suelo al sentimiento. La amistad a lo largo, el hábito, diría Serrallé, de citaros como de costumbre/en las calles y los bares abiertos/convocaros a la serenidad/de la tarde lo mismo que a la noche/…y deciros que somos ese calor.

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