Un sábado de primavera un grupo de personas es citado en un hotel de la Costa del Sol para trabajar. La jornada consistirá en hacer como, parecer, aparentar: son figurantes de una serie que se emitirá en un canal de las islas británicas.

Después de trece horas y antes de despedirse para siempre deciden hacerse una foto. Al verla, una de ellas se pregunta en voz alta que qué une a ese grupo heterogéneo de personas desconocidas que han compartido un día encerradas en el salón sin vida de un hotel frente al mar. “El dinero”, contesta uno que hacía de camarero. “¿El dinero? Yo creo que más bien es la pobreza”, contesta una treintañera que había compartido mesa con un anciano durante todas las tomas, muchas inútiles, del rodaje.

La falta de riqueza y recursos, la necesidad de trabajar para asegurar la supervivencia, se asocia automáticamente al dinero en lugar de a la pobreza. Poco más del 1% de la población mundial ostenta y maneja toda la riqueza del planeta ¿Y el resto? Todos pobres, más o menos pobres. Si tienes que trabajar todos los días no hay duda: pobre. Si tienes un jefe, posiblemente tu vida esté atravesada también por algún ápice de pobreza. Aun así, seguimos pensando que tener un sueldo es síntoma de estatus y que la pobreza no tiene nada que ver con nosotros.

La clase trabajadora se ha convertido en una especie cada vez más industrializada en su esencia corporal y vital, apaciguada en sus ratos libres por las pantallas y los pequeños placeres mundanos que puede permitirse, relacionados con el ocio, la dispersión, los vicios y el consumo, todos ellos mediados por una transacción de capital. Las condiciones laborales desagradables se han asimilado e incluso es necesario invertir algo de dinero en facilitarnos la vida para trabajar (alquilar un aparcamiento, cambiar de teléfono, adecuar el salón de nuestra casa con mobiliario de oficina para teletrabajar).

Quienes trabajamos nunca somos los importantes. Nuestras necesidades no aparecen en la presa económica ni nuestros problemas parecen tener ninguna urgencia en la sociedad. La clase trabajadora sigue empobreciéndose mientras se inyectan capitales a causas que responden a intereses y estrategias que someten una y otra vez a quienes dependemos de un trabajo para vivir.

Pero la pobreza de la clase trabajadora solo tiene que ver con el dinero. Siempre hay juntiñas y momentos en los que el dinero no sirve, lugares llenos de humanidad en los que se comparte lo que hay y lo que no hay, para que todas seamos iguales. Ahí es donde florece la vida. Ser el 99% es mucho, incluso me atrevería a decir que es todo, y solo por eso se merece un papel protagonista, no aparecer en un segundo plano borroso en el que no se distingue una sonrisa de un sollozo. Cuando la vida recupere lo que le fue arrebatado y le pertenece, en ese lugar, nunca será posible un genocidio.

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