Hollywood ha instalado en nuestras mentes la idea de que el amor se demuestra a través de grandes y exagerados gestos. Es una putada, oiga, porque en nuestro día a día no hay tablas que ceder en mitad del Atlántico ni tenemos en España Quintas Avenidas que cruzar en rojo esquivando a taxistas alienados para llegar a tiempo a la estación desde la que sale un tren que ya jamás volverá. No, el amor no necesita de actos magnificentes, sino de pequeños toquecitos de cincel que acaben esculpiéndolo puro y duradero.

Un amor solo funciona gracias esos gestos casi imperceptibles que vuelven inalterables los días: que sobre más edredón en su lado de la cama que en el tuyo para que ni un movimiento imprevisto la destape en mitad de la fría noche, encender la calefacción antes de salir de casa para que cuando llegue le reciba el aliento del dragón, jamás rechazar la presión de su cuerpo en el tórrido conticinio del verano madrileño, asentir con media sonrisa ante compras que consideras inútiles y que a ella se le antojan indispensables para otorgar orden al hogar.

Llama hoy a mi memoria aquello que Camus le dijo a María Casares en una de sus cartas: “Un amor, María, no se conquista luchando contra el mundo, sino contra uno mismo”. He luchado contra falsos pretextos que asentaban pequeños monstruos en mi cabeza, he sido valiente por abrirme a amar y a concebir el mundo en primera persona del plural, he esquivado una vida en la que, al fin y al cabo, solo podía hacerme daño a mí mismo. Y tú, amor mío, tú has llegado para jerarquizar el caos; has llegado para llenar con palabras los silencios perniciosos, pero también para respetar aquellos que me definen; has llegado para entender esas manías y extrañas pasiones mías que precarizan la vida.

Hoy más que nunca tengo miedo. Tengo miedo de todas las cosas que tocas. Porque, al tacto, las llenas de vida y las cargas de sentido. Tengo miedo de los lugares a los que hemos ido. Porque por todos ellos discurren la estela de tus cabellos de oro y los ecos de una risa que otorga luz a la luz y espanta a las bestias que me acechan. Tengo miedo de no volver a poder tocar esas cosas, tengo miedo de que se me haga insoportable visitar de nuevo esos lugares. Porque algún día faltarás, algún día faltaré. La vida, amor mío, no va a librarnos de los finales.

Te pido perdón por todas las veces que fallaré, te pido perdón por todos aquellos momentos en los que sientas que deba estar y no esté. No te prometo perfección porque me sé humano, pero prometo excluir de mi diccionario la palabra rendición, prometo siempre ofrecer la mano que te libre de la asfixia, prometo nunca olvidar quién me espera en casa, prometo jamás, de ninguna manera, dejar de disfrutar el camino.

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