A medida que se van cumpliendo años acumulamos experiencias, vivencias y relaciones que poseen, queramos o no, la fugacidad de lo vital. El cambio constante y cíclico es lo que define las leyes naturales por mucho que nos empeñemos en detener tiempos gozosos, placenteros o, simplemente, soportables. Quizás por ello, recurrimos al recuerdo, aunque, muchas veces, recordar sea intentar revivir imposibles.

Un día como el de hoy nos sentimos tentados a recorrer las sugerentes trastiendas de la memoria, a abrir puertas que permanecen entornadas durante el resto del año y que no somos capaces de cerrar con llave por miedo a perderla. Nunca desaparecen del todo los intentos por recorrer sendas pasadas recreadas con la pátina más amable de los recuerdos que se deslizan sigilosos con la amarga suavidad de las caricias perdidas.

En esta jornada de vísperas y luz de invierno, recuerdo el aroma de la masa de anís que impregnaba los azulejos y la formica de la cocina de mi infancia, una masa con olor a sésamo y a las manos dulces de mi madre que las aplanaba y cortaba en círculos apoyando los bordes de un vaso de diario; recuerdo el dulzor de las calabazas de cidra puestas a cocer en grandes ollas de porcelana; el trajín de familiares cuerpos amables, eternamente enlutados, limpiando cazuelas y cubiertos, llevando sillas y tableros a un comedor donde se alargaban las mesas preparadas para tantos que ya no están; recuerdo el tacto de los viejos encajes del Portal y el del serrín que mi padre traía para cubrir el suelo de un enorme belén poblado de figuras de barro que había que reparar cada año: pastores a los que les faltaba algún brazo, ángeles con las alas pegadas, camellos en equilibrio inestable; recuerdo el corcho recién bajado de los altillos para formar cordilleras caseras que sujetaban el papel azul cielo recién comprado en Nogue; vuelvo a ver las tiras de espumillón, los pellizcos de algodón y las protegidas bolas de cristal que delicados dedos desenvolvían de periódicos caducos y servían para adornar ramas de pino que el abuelo traía del monte y colocaba en macetas de barro cubiertas por papel de orillo.

Aquellas manos que amasaban harina y anís, que traían serrín, que montaban las mesas, que plantaban ramas de pino, ahora solo forman parte de las evocaciones y se cuelan por cualquier rendija mientras la memoria las recrea con una dulzura infiel y gustosa. No está mal dejarse seducir por los recuerdos, pero no podemos conformarnos con ello. Debemos ser capaces de realizar nuevas acciones que con el tiempo vuelvan a ser evocadas en el bucle sin fin pero cambiante de las personales intrahistorias. Son nuestras manos las que algún día serán rememoradas en el momento en que nos echen en falta; mientras tanto, hagamos una hermosa Navidad, digna de ser recordada cuando se quieran revivir imposibles.

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