Veo mis manos, estas manos que son tus manos, padre. No sé si las venas serán exactamente iguales, pero lo son las uñas, el color de la piel y el tsunami de sangre que las recorre, que es tu sangre. Mis manos ya son como las tuyas, como esas que recuerdo hasta donde se extiende nuestro común recuerdo, mi observancia histórica.

Y es que hoy me estoy mirando y te veo. Y he recorrido las calles del centro de Algeciras que llenaste con tus sonrisas, observando las caras que un día dejé aparcadas en sus vidas. Veo el paso de los años en sus cuerpos, padre, en sus pelos canos, en sus andares lentos, en sus cuerpos menguantes y en sus miradas tristes.

Yo debo ser así, como ellos, pero no me veo, como estos que dibujaron conmigo la infancia de Algeciras de hace medio siglo. Calle Ancha, Plaza Alta y Convento, la elipse perfecta por la que todo transcurre. Hacía algún tiempo que no miraba a las caras de los de siempre. El tiempo, impasible y enemigo de la eterna juventud, ha hecho su trabajo y ya no me cruzo por la calle con los que fueron tus amigos, la mayoría convertidos en recuerdos de otras generaciones y algunos, unos pocos, recluidos al amparo de una vejez implacable y una cuenta atrás sin retorno.

Hoy estoy mirando mis manos y son tus manos. Y creo que las canas de mi pelo son las mismas con las que mi madre me dijo adiós aquel mes de julio. He vuelto a ver a aquellos amigos del trabajo que tuve durante tantos años y el tiempo los ha detenido en sus oficinas, en sus despachos, ajados, más sabios y menos sonrientes.

Me cruzo con cientos de personas que nunca he visto, que nunca llegaré a conocer: jóvenes a la bulla, personas cansadas que empujan en sus sillas de ruedas a otras personas más cansadas, trovadores sin partituras en la confluencia de Regino Martínez y San Antonio, cuponeros y madres que jalean a sus niños para llegar puntuales al colegio.

Veo figuras que se mueven, la vida que fluye, más de cien mil vidas en una misma vida algecireña. Me veo observando la piel abandonada de la iglesia de La Palma, el alma sepultada de un parque María Cristina con y sin árboles de la subasta política y un ronroneo silbante y maltrecho que se escurre por los restos centenarios de las Murallas Meriníes.

Los ojos siempre son jóvenes cuando nos miramos, cuando nos reflejamos en ese espejo que devuelve de nosotros, posiblemente, aquella imagen que queremos ver. Pero es que hoy, padre, me detuve en mis manos, en estas manos que son tus manos, en esta ciudad que recorriste, que recorro, y que es la madre de otras cien mil nuevas historias. Porque los cuerpos se agotan mientras las almas, padre, jugando a esconder entre las calles de Algeciras, rejuvenecen.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios