Literatura

Lo indecible

  • Seix Barral publica la primera de las obras autobiográficas de Philip Roth, una evocación de sus orígenes que abarca los comienzos como novelista

Con veinte años de retraso respecto de su edición original, aparece ahora en castellano el primero de los libros que conforman el ciclo autobiográfico de Philip Roth, formado por dos autobiografías en sentido estricto (Los hechos y Patrimonio) y dos novelas inequívocamente autobiográficas (Decepción y Operación Shylock), publicadas por el autor norteamericano, que comparece en todas ellas con su propio nombre, entre los años 1988 y 1993. No es que Roth sea ajeno a las experiencias de los protagonistas de sus ficciones, que con mucha frecuencia reproducen noveladas, a veces con coincidencias muy precisas, su origen familiar y su trayectoria, pero en los títulos mencionados el escritor abandonó las máscaras para presentarse, sin dejar de lado su acostumbrada crudeza, tal como era o se veía a sí mismo. Desde su propio subtítulo, Autobiografía de un novelista, este libro no deja lugar a dudas sobre la realidad de los hechos relatados, que adoptan la ingeniosa forma de una confesión del autor a su personaje y alter ego Nathan Zuckermann, a cuyo juicio se somete el manuscrito. La respuesta de éste, que cierra el libro, ofrece un singular ejemplo de desdoblamiento, tanto más sorprendente dada la adscripción del relato al género de la no ficción. Roth, no lo vamos a descubrir ahora, es un maestro.

De este modo reencontramos, casi desprovistos de veladuras, muchos de los episodios y vivencias atribuidos por el autor a los personajes recurrentes de su mundo narrativo, Alexander Portnoy o David Kepesh o el propio Zuckermann, que es el más identificado con su propia biografía. Están, así pues, la infancia feliz en el barrio judío de Newark, New Jersey, la conciencia americana enfrentada a los brotes de antisemitismo, el modesto pero admirable triunfo profesional del padre -el mismo Herman Roth cuya decadencia y muerte nos impresionaron en Patrimonio-, el desarrollo de la vocación universitaria, los dolorosos ataques recibidos por parte de la comunidad judía a raíz de la publicación del primer libro, Goodbye Columbus, el cambio de registro que supuso la escritura de El mal de Portnoy…, pero sobre todo ello, incluso desde el punto de vista de su influencia decisiva en la composición de esta última novela, destaca la tormentosa historia de la relación entre el escritor y su primera mujer, que nunca funcionó del todo y acabó en desastre. Si dejamos esto fuera, Los hechos es una brillante autobiografía que ilumina desde dentro el universo personal de Roth, uno de los grandes escritores norteamericanos del siglo. Pero no podemos dejar esto fuera.

El intercambio de palabras entre Roth y Zuckermann daría para muchas páginas de interesantes consideraciones metaliterarias, porque en su respuesta el personaje se permite cuestionar el punto de vista del autor y su propio estilo, con lo que es el mismo Roth, un narrador extraordinariamente inteligente, el que ejerce la autocrítica y de algún modo contrarresta -en realidad reafirmándola- su versión de los hechos. El problema es que el libro parece escrito para ajustar cuentas con aquella primera mujer de infausto recuerdo, y en este sentido el propósito del autor no puede ser más distinto -la comparación es inevitable- del que apreciamos en Patrimonio. Una misma sustancia nutre ambos relatos, pero lo que en aquella otra historia verdadera sería -recordemos que su redacción es posterior- un conmovedor ejercicio de piedad filial, aquí tomó la forma de un desahogo de saña retrospectiva, seguramente motivada pero difícilmente defendible.

Por eso, a pesar de su indudable maestría como experimento autobiográfico, la lectura de Los hechos deja un regusto amargo. Y es que si siempre produce incomodidad escuchar los agravios entre parejas referidos por una de las partes implicadas, peor es leerlos cuando uno de los protagonistas es un escritor reconocido que tiene a su disposición, además de una audiencia asegurada, todos los recursos de su talento. Por poner un ejemplo siniestro, podemos comprender que el novelista se alegrara, según afirma, por la muerte prematura de su antigua mujer, pero no que lo declare públicamente. Tampoco parece muy elegante contar los engaños de la difunta, las limitaciones de su carácter, la ruindad de su comportamiento. Esos hechos en particular, piensa el lector, si verdaderos, no nos conciernen en absoluto. No querríamos saber tanto. Está bien que el autobiógrafo sea franco, pero hay ejercicios de sinceridad que por adentrarse en lo indecible acaban rozando lo indecente.

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