Los fenicios, los señores del mar
Mitos del fin de un mundo
La geografía empujó a los fenicios al mar para comerciar con lo que tenían y hacerse con aquello de lo que carecían
Las naves fenicias, con un perfil que recuerdan a las pintadas en la Laja Alta, trajeron hasta el Estrecho púrpura a cambio de metales
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La geografía es algo más que un marco espacial. El extremo oriental del Mediterráneo, desde la desembocadura del río Orontes hasta el Monte Carmelo, está formado por un estrecho espacio donde se alza la cordillera del Líbano en paralelo a la costa. Una sucesión de promontorios calizos actúa como barrera natural entre la orilla y el valle de la Becá. Desde la ribera se alza una sucesión de altas montañas donde no es fácil cultivar cereales, pero donde todavía crecen venerables ejemplares de cedros que matizan de verde oscuro los blanquecinos escarpes de roca. La zona costera está formada por un angosto corredor donde se asentaron altivas ciudades al amparo de seguras ensenadas y profundos fondeaderos. El mar se convirtió en la mejor vía de escape de unas comunidades aprisionadas por nudos de roca donde las conmociones sociales tenían la recurrencia de los ciclos constantes.
Tras las convulsiones provocadas por las invasiones dorias y los escarceos de los Pueblos del Mar, los habitantes costeros fueron capaces de relevar a la talasocracia creto-micénica. Los primeros cananeos se agruparon en ciudades a lo largo de un litoral abierto, rectilíneo: Tiro, Acre, Sidón, Biblos, Arados o Ugarit se erigieron en posiciones que miraban siempre hacia poniente, hacia una inmensa superficie que hicieron suya. Con madera de sus bosques construyeron embarcaciones y se atrevieron a surcar la vía expedita que tenían delante, hasta que se fue gestando una cultura de polis independientes donde habitaron los fenicios, los phoínike rojizos, el color de la púrpura con la que tanto comerciaron por un mar que era conocido como Mar Tirio antes de que fuera nominado como Mare Nostrum; un mar que surcaban con la ayuda de la Estrella Fenicia, el nombre primitivo de la Estrella Polar.
A partir del 1.200 a.C. comenzaron las expediciones de marinos púnicos que vieron en el comercio su más adecuado medio de subsistencia y se sucedieron los desplazamientos hacia ponientes cada vez más apartados.
Las pedregosas crestas de sus familiares cordilleras no custodiaban reservas metalíferas: ni oro, ni plata, ni cobre, ni estaño se podía extraer de un suelo huraño y esquivo. Quizás por ello, los fenicios se vieron obligados a comerciar con productos artesanos realizados con las escasas materias primas de las que disponían. Se hicieron expertos en la elaboración de pasta vítrea. Con técnicas egipcias elaboraban recipientes para guardar perfumes y cuentas con las que ensartar collares; se hicieron maestros en soplar el vidrio con el que hacían frascos, cuencos y objetos de adorno; pintaban huevos de avestruz y generalizaron técnicas para conservar el pescado atrapado en sus redes. En los islotes, playas, radas, refugios y arenales costeros era habitual aprovisionarse de Bolinus Brandaris o múrex, un molusco de concha dura del que se extraía el mucus, producto con el que fabricaban el valorado tinte que dio nombre a toda una cultura. Con él se teñían telas de algodón egipcio y lana asiática y se pigmentaban los tejidos de un color púrpura que acabó convirtiéndose en signo de la más exquisita de las distinciones y en origen del más pingüe de los beneficios. En los pestilentes depósitos de conchas y en las hediondas cubetas de tintura estuvo la clave de unas expediciones comerciales que enriquecieron las ciudades portuarias y establecieron una compleja red de relaciones entre las costas mediterráneas. Se tejió una densa interacción entre el oriente y el occidente de un mar que empezó a verse como un enrevesado panel de operaciones tras el primer proceso colonizador de la historia.
Con los barcos construidos en las carpinterías de ribera de Tiro, Biblos, Sidón o Acre, los fenicios emprendieron travesías con las bodegas llenas de artículos locales con los que comerciaban en las costas a las que arribaban. Primero utilizaron el trueque con productos propios de los lugares en los que hacían escalas. Los preferidos eran los minerales metálicos -cobre y estaño sobre todo- y los metales preciosos. Por esta razón tuvieron como objetivo el extremo occidental del mar, donde se sabía de la existencia de legendarias reservas de oro y plata que dieron sentido a las expediciones hasta un Estrecho que pronto adquirió el carácter mítico de unas puertas custodiadas y dedicadas a trascendentes divinidades. El uso de estos metales impulsó el de las monedas, con las que se sentaron las bases de unas relaciones comerciales más complejas y sofisticadas.
Los periplos rara vez seguían una singladura mar adentro. Se prefería el cabotaje, que, además de disminuir riesgos, aumentaba la posibilidad de atraque en diferentes espacios que acabaron siendo colonizados por las flotas que cada una de las ciudades costeras alentaba: Cartago fue fundada por Tiro en un intento de calculada expansión hacia Occidente, en dirección al mítico Estrecho, en cuyo entorno se alzaron asentamientos como Gadir, Tingis, Mogador, Lixus, Sexi, Malaca o Abdera. Esta política expansiva provocó una marcada rivalidad con la talasocracia griega, como lo muestran el apoyo fenicio a los persas durante las Guerras Médicas, la batalla de Alalia o la inmisericorde revancha de Alejandro Magno en el sitio y destrucción de Tiro. Fueron precisamente los griegos, tras apropiarse de su alfabeto, los que impulsaron un indisimulado desafecto hacia los fenicios, a los que adjetivaban con un derroche de cualidades negativas. Desaprobaban su desmedido afán por acumular riquezas, su obsesivo interés por el trabajo, su desapego por las costumbres clásicas y hasta su torpe aliño indumentario. Denostaban sus malolientes ciudades, la mediocridad de su productos artesanos y el desdén por rodearse de bienes muebles y artísticos propios de un estatus como el suyo.
Los fenicios convirtieron el mar en su aliado, su medio de expansión y su vehículo de subsistencia. Con la robusta madera de sus yermas montañas construyeron embarcaciones de lo más dotadas para la navegación y el comercio. Su prototipo de barco fue el gauló, al que los helenos se refirieron despectivamente como bañeras. En unos relieves asirios del palacio de Nínive se refleja la escena de la huida del rey Luli de Tiro. En ella se representan unas naves cuyo aspecto redondo y panzudo les otorgaba gran estabilidad y capacidad de transporte. Tenían un mástil y una vela ancha y cuadrada que al recogerse con los cabos dibujaba un perfil triangular de pirámide invertida. La popa era redondeada, al igual que la proa, rematada con una cabeza de caballo. La forma de la quilla y las filas de remeros permitían tanto el cabotaje como la navegación mar adentro. En el extremo de la proa se pintaban dos grandes ojos para que pudieran guiar a la nave en las procelosas sendas marinas y espantar a posibles enemigos. Poseían un perfil que recuerda sin ambages al de las rojizas embarcaciones del abrigo rupestre de la Laja Alta, pintadas en uno de los verticales tajos del Parque Natural de los Alcornocales desde donde se pudieron divisar las primeras expediciones fenicias en busca de un Estrecho codiciado y perseguido con la fuerza de las obsesiones no escritas.
El panteón fenicio estaba directamente relacionado con los pilares en los que se fundamentaba su cultura. Poseía una tríada de dioses principales: Baal, la divinidad solar; Astarté, la diosa de la fecundidad y Melkart, el héroe luchador, aunque luego cada urbe tenía sus deidades protectoras preferidas a las que nombraban con marcada polionomasia: Baal-El o Astarté-Tanit. La independencia de cada ciudad se correspondía con la visión que cada una de ellas tenía de su relación con la divinidad. En el sur peninsular, Melkart recibía culto en Gadir, Onoba, Malaca y Gibraltar; Astarté en Cástulo, Galera, Gadir y Malaca; Baal en Malaca; Adonis en Hispalis y Cástulo.
Desde las iniciales expediciones, los marineros fenicios erigieron en todo el territorio del suroeste peninsular una serie de santuarios con una función inicialmente votiva y oferente. Este es el sentido de los primeros que se erigieron en las cuevas orientales del Peñón, justo donde se iniciaba el tránsito hacia la zona más peligrosa del canal. Desde ahí, los espacios religiosos se fueron multiplicando desde Onoba a Sancti Petri pasando por Cástulo, El Carambolo, Carmona, Montemolín, Coria del Río, Montealgaida y Torreparedones. Estos recintos fueron perdiendo la función mítica de lugares sagrados donde encomendarse a los dioses y adquirieron un rol mucho más funcional. Conforme se fue consolidando la labor comercial fenicia, el significado del templo se asoció a intenciones mucho más pragmáticas, como los intercambios y los negocios con aquellos metales que los hicieron desplazarse hasta remotas lindes occidentales. Se llegó a considerar que la presencia divina garantizaba las operaciones y que tenía un papel aglutinante en las transacciones. Los espacios sagrados eran considerados como Karum o mercado, donde se controlaba el tráfico de los minerales; allí eran los sacerdotes quienes tenían el monopolio de su exportación. Además, estos santuarios cumplían el rol de nexos entre el poder metropolitano de las ciudades fenicias orientales y las nuevas fundaciones de poniente.
En los rituales fenicios se ha documentado la rotura de vasos contra el suelo, el sacrificio de animales, las comidas y libaciones sagradas, las purificaciones con agua, la utilización del incienso, el uso de exvotos y carros votivos para trasladar a las imágenes, la cremación de cadáveres, los banquetes fúnebres y otros mucho más controvertidos, como los sacrificios humanos, los realizados con niños y la prostitución sagrada, documentada en Gadir y Cástulo, donde numerosas hieródulas o jóvenes núbiles eran consideradas diligentes servidoras de Astarté.
Mito y realidad; trascendencia y comercio; alfabeto y transacciones; templos, oraciones, exvotos, mercados, inmolaciones, sacra prostitución. Palimpsesto de una cultura a la que la geografía obligó a salir de su estrecho y ceñido territorio para iniciar la colonización de un mar ancho y ajeno conocido con el nombre propio de una de sus ciudades.
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