Bajo el cielo de Héspero

Mitos del fin del mundo|

Fue símbolo del ocaso, de la noche, de todo Occidente, y la palabra llegó a nominar a Hispania

El último lucero que brilla antes de la oscuridad es el mismo que alumbra antes de que arribe la luz del día

El jardín de las Hespérides

El mito de Héspero.
El mito de Héspero. / Enrique Martínez Andrés
José Juan Yborra

13 de junio 2024 - 02:00

A poco de iniciarse la sexta década del siglo pasado, Gilbert Durand publicó Estructuras antropológicas de lo imaginario. Siguiendo los postulados de la Cosmogonía de Empédocles, el profesor de la Universidad de Grenoble, desarrolló unas teorías antropológicas y míticas de lo más sugerentes. Tras considerar que el ser humano poseía unos conocimientos míticos ancestrales que formaban parte de su cultura desde tiempos inmemoriales, defendió la tesis de que símbolos de procedencia casi atávica estaban asentados en un imaginario que trascendía lo personal y se convertía en colectivo.

Podían agruparse en dos grandes bloques poliédricos y poco maniqueos. El primero de ellos estaba constituido por imágenes asociadas al elemento terrestre y el segundo a otras de universos celestiales. En el telúrico se englobaban figuraciones relacionadas con el icono universal de una madre tierra de carácter femenino, nutricio, telúrico, que daba la vida, pero que también la negaba. Se condensa la idea del eterno retorno a los orígenes, a unas raíces que entroncan con el punto de partida. Frente a este, el universo celestial poseía la lectura de lo trascendente, de la elevación espiritual en busca de estadios más elevados donde la sublimación espiritual iba de la mano de un camino de perfección que muchos humanos iniciaban en aras de la exaltación de las pasiones terrestres mediante una ascensión, símbolo de catarsis espiritual.

Frente a la tierra, tangible y corpórea, el cielo es un espacio aéreo, cambiante e inasible, donde el ser humano es incapaz de incidir sobre él. El escenográfico telón de fondo del día se descorre cada noche para constatar inmensidad, distancia, lejanía. La sucesión de astros, planetas, luceros y estrellas es muestra de un alejamiento con visos de infinitud. Desde los tiempos iniciales, la vastedad celeste ha sido símbolo de lo inasible, pero también el inmenso espacio hacia donde el espíritu humano ha tenido una irresistible querencia por ascender: física y metafóricamente. Zigurats, pirámides y luego colinas, escarpes, montañas y cordilleras han sido lugar de olimpos y helicones, ararats y gólgotas, lugares de espiritualidad, de dioses y de mitos.

El cielo ha formado parte del imaginario colectivo para generaciones y generaciones de seres humanos que han tenido en las alturas altares, vías de ascensiones espirituales y mundanas, afanes de dominio y marcas para muchas vidas cotidianas con los pies en la tierra. El cielo posee la variabilidad mutable de lo eterno a partir de ciclos que marcaron los horarios humanos. El día y la noche fue la primera segmentación del tiempo efectuada a partir de la alternancia de la claridad con lo oscuro en pautas cambiantes pero constantes. Cuando los individuos observaban el cielo comprobaban que si miraban al lugar por donde se ponía el sol, con las primeras sombras de la noche se vislumbraba por poniente el brillo de un lucero que parecía servir de anunciador del tiempo de la oscuridad. De forma inversa, si giraban la mirada hacia el este, horas antes de la salida del sol, otro lucero de caracteres y luminosidad similares antecedía la llegada del nuevo día. Oriente y Occidente: lugares extremos, puntos cardinales antitéticos relacionados por dos luces celestiales que desde el principio de los tiempos poseyeron el valor de los mitos pretextuales.

El extremo occidental del mundo conocido siempre fue un lugar especialmente fértil en asentamientos y lecturas míticas. Diodoro Sículo escribió que el lejano país ubicado en las lindes más apartadas del oeste recibía el nombre de Hesperídite, un topónimo cuya raíz remite a vesper u “occidente”. Allí habitaban dos hermanos: Héspero y Atlas, cuya fama se había extendido por todas las costas del Mediterráneo, debido al hecho de que eran poseedores de un numeroso y reputado rebaño de ovejas con un raro color amarillo y con una apariencia dorada poco menos que extraordinaria. Quizás por esta razón, al referirse los poetas a estos animales con la palabra griega mele, que es la que hacía referencia a ellos, se generó la confusión de llegar a interpretarlas como “manzanas”, unas frutas doradas que dieron nombre a al Jardín de las Hespérides, ubicado en estos mismos pagos de poniente y que estaban custodiadas por las nietas del mítico Héspero, el cual entregó su hija Hésperis a su hermano Atlas, con quien concibió a las guardianas de un manzanal cuya etimología ha generado fastuosos mitos y veladas confusiones.

Héspero.
Héspero. / Enrique Martínez Andrés

Hijo de Céfalo y de la titánide Eos, la teogonía griega consideró a Héspero como un ser de belleza desbordada y de curiosidad igualmente desmedida. Junto con su hermano Atlas, habitaba las altas montañas que se alzaban en las orillas del estrecho de Gibraltar. Su ansia de saber se ponía de manifiesto continuamente y tenía una especial afición por observar el cielo, tanto de día como de noche, para lo que ascendía a las cimas del territorio que compartía con su hermano. Desde allí observaba el movimiento de los astros y comenzó a plantearse preguntas que no pudo responder, ya que acabó desapareciendo sin dejar rastro humano. Este es el momento en que los mitos acudieron al rescate de su figura que acabó convertida en el cuerpo celeste que, cada atardecer, anunciaba por poniente la llegada de la noche. Otras versiones consideraron que su apostura no pasó desapercibida en el Olimpo, hasta el punto de que Afrodita se quedó prendada de su aspecto y lo acabó convirtiendo en su estrella, en el astro que seguía al sol tras el ocaso.

De tanto precederla, Héspero se acabó convirtiendo en símbolo primero del ocaso y luego de la noche misma, aunque, por extensión, lo fue de Occidente, un territorio que se ubicaba en el extremo de poniente del mar conocido. Esta es la razón por la que las palabras Hesperius y Hesperia designaron las tierras que se ubicaban a poniente del estrecho de Gibraltar, aunque con este topónimo se llegó a denominar la totalidad de la península Ibérica, el referente mediterráneo asociado a la puesta de sol. Homero ubicó la Noche en los últimos confines de la tierra, en el lugar del ocaso, lo que le sirvió para situar en el extremo occidental al Hades y otros territorios con él relacionados, como los Campos Elisios y el Jardín de las Hespérides. Siguiendo los mismos parámetros, Hesíodo situó las tierras de la noche más allá de las Stelai Heraklión, donde habitaban las Hespérides de clara voz. Estesícoro relacionó el lugar con la patria natal de Gerión, el río de Tartessos y el lugar donde habitaban las Hespérides en resplandecientes casas de oro puro. Con estos precedentes, los poetas helenos denominaron Hesperia a los territorios que caían a poniente de Grecia, aunque fueron escritores latinos los que se refirieron de forma sistemática a Hispania como Hesperia, la Hesperia Ulterior o la Hesperia Longa, frente a otros territorios occidentales más cercanos como Sicilia.

Fue Horacio uno de los primeros en identificar Hesperia con Hispania y abrió las puertas a que otros escritores siguieran su senda. Esto harán autores nacidos en la península Ibérica como Marco Valerio Marcial, cuyos orígenes bilbilitanos quizás le sirvieran para reivindicar e identificar la mítica Hesperia con la real Hispania. Los cordobeses Séneca y Lucano realizaron igualmente esa identificación, aunque el autor de la Farsalia llegó a hilar más fino cuando relacionó directamente Gibraltar con la legendaria Hesperia y el río Betis de su ciudad natal con el Hesperio. San Isidoro de Sevilla y el abad Oliba de Ripoll consideraron igualmente Hesperia como sinónimo de Hispania y esta relación se mantuvo hasta bien entrada la época árabe como lo demuestran los dinares de oro en los que se incluía una estrella o lucero de poniente con el que muchos identificaban la tierra donde se ponía el sol.

La personificación del lucero vespertino era para la mitología helena Héspero, una figura directamente relacionada con su hermano gemelo Heósforo, el lucero de la mañana. La designación de la misma estrella con dos nombres diferentes atendiendo al momento de su vislumbramiento es indicio de que en estadios antiguos eran considerados como astros paralelos pero distintos. Fuentes griegas tardías consideraron a Pitágoras y Parménides como los responsables de la consideración de que se trataba de un mismo cuerpo celeste, que acabó identificándose con Afrodita y más tarde con Venus, estrella del alba y estrella del atardecer. Detrás de ambas hay una antítesis, una muestra de totalización que abre las puertas a otras sugeridoras totalizaciones. El último lucero que brilla antes de la oscuridad es el mismo que alumbra antes de que arribe la luz del día. Ocaso y orto van de la mano, como Lucifer y Jesús, el portador de la luz y el mesías considerado en el Apocalipsis como la estrella resplandeciente de la mañana. El mismo lucero se asocia a la Stella Maris patrona de tantos marineros y a la Stella Matutina de las letanías marianas del Rosario cristiano; el lucero que se borda en bambalinas y estandartes, que se imprime en cartelas y estampas, logos y sudarios; el lucero ambivalente que pintó Alphonse Mucha en una estética Art Nouveau o Vincent Van Gogh en su retiro de Saint Paul junto a antiguos mausoleos romanos y amaneceres provenzales; el lucero de los cantos infantiles y de las novelas de las hermanas Brontë; el lucero que plasmó en lienzo Joan Miró junto a playas normandas antes de que posteriores tapices sirvieran de inspiración a entidades bancarias; el lucero que Tolkien consideró del alba en el Silmarillion y del ocaso con la elfa Arwen de El Señor de los Anillos; el lucero del umbral de poniente o bélos, donde tan numerosas eran las mélos, manzanas confundidas con ovejas que pudieron dar nombre a Baelo o Mellaria, ciudades que se alzaron en unas coordenadas de occidente donde aún brilla cada atardecer la estrella vespertina antes de que caiga la noche y vuelva a amanecer.

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