Cervantes otra vez en Berbería
Tribuna de opinión
"En nuestro pueblo Cervantes merece un trato mejor, una calle más sobresaliente y vistosa y no la actual en una zona tan degradada", defiende el autor
Hubo un tiempo en que la gente paseaba por la calles de Algeciras. Ahora es distinto: se va a correr, se pasea al perro, se va a hacer “los mandados”, se va al dentista o al peluquero y a tomar unas copas con los amigos, pero pasear por placer por las calles del pueblo, son contadísimos quienes lo hacen. Me dirán que hay poco que ver y no muy bonito y que los tiempos son distintos y tienen razón. En ese tiempo recordado, pasear las mañanas del domingo por el muelle y ver cruzarse el Victoria con el Virgen de África en la bocana del rompeolas y aquel tren “cochinilla” que iba a Granada, alegraba el corazón de niños y mayores. Y qué decir del ambiente de la acera de la marina… Hoy no hay quien se atreva a internarse en el puerto o solo los muy atrevidos lo hacen a riesgo de morir aplastados. Si las mañanas eran para el muelle, las tardes eran para el pueblo.
Mi pandilla se reunía en la balaustrada enfrente de la Palma, nos aprovisionábamos de pipas en la Palma Real y empezábamos nuestro itinerario dominguero al final de la calle Ancha, en la esquina del café Piñero. Desde ahí recorríamos lo que en algunos sitios llaman el “tontodromo”, un paseo que en Algeciras discurría por la calle Ancha, el callejón de Cardona –en realidad General Primo de Rivera-, plaza Alta, callejón del Rit -Joaquín Costa- , General Castaños, calle de la Telefónica -General Prim- , Emilio Santacana y calle Tarifa hasta la esquina con Juan de Lima. Y una vez ahí, vuelta y más vueltas hasta que se agotaban las pipas, la conversación o las chicas ya se habían ido a casa. Las familias hacían un recorrido similar mirando los escaparates de Mérida, Ramírez y Fillol, los de las zapaterías, bazares, tejidos y confección y los de Martin Sevillano, donde siempre estaba encendido un televisor. Había entonces pocos televisores en las casas pero muchos escaparates. Los que gustaban de vinos y tapas hacían una travesía que empezaba tomando en el BarKito, pasaban por el Estrecho y terminaban en Tánger, tres bares separados unos de otros por solo unos metros y no por millas marinas.
Dirán que soy un ingenuo pero yo no he perdido esa costumbre y me gusta pasear por mi ciudad, la alta y la baja, la ajardinada y moderna y la que parece abandonada o rendida. Por allí vivieron mis abuelos, nacieron mis padres y disfruté de amistades en mi juventud. Por eso hace poco hicimos una incursión que pretendo contarles.
Abandonamos el “tontodromo” justo en lo que fue Tejidos Martín, más tarde Martino Martini a modo de aggiornamento y ahora una especie de chatarrería y, en vez de irnos a la derecha, nos fuimos a la izquierda y siguiendo la calle Monet y Duque de Almodóvar, cruzamos un río sepulto y emparedado por un paso de peatones que fuera Puente de la Conferencia. Así alcanzamos lo que se llamaba la Banda del Río, la orilla sur del aquel río donde Ben Abi Ruh “pasó una noche hasta el alba a despecho de los censores, bebiendo el delicioso vino de la boca o cortando la rosa del pudor”. Hay por allí un antiguo hotel convertido en consulado, una insustancial oficina de Información y Turismo, un Cubo de la Música semiabandonado, algunas palmeras, un restaurante marroquí con ínfulas diplomáticas y muchachos africanos viéndolas venir. Hay también un maravilloso y artístico edificio, el Kursaal, empotrado entre altos bloques de pisos, de muy escaso uso y necesitado de mantenimiento. Solo algunos recordamos el ambiente cosmopolita de los hoteles Término y Anglo-Hispano, la carpintería, el depósito de botes y barcas y Casa Alfonso donde Lorenzo te echaba el brazo por encima y te preguntaba "¿qué vas a comer pichita?". En fin, un ambiente poco sofisticado pero entrañable en el recuerdo.
Lo más asombroso y difícil de digerir vino después. Se nos ocurrió subir por la calle Baza, creo que nadie la conoce por ese nombre, una escalerilla que han pintado como si fuera un piano y se sube saltando de las teclas blancas a las negras o al revés. Y así nos pusimos en la entrada de Alexander Henderson, un caballero inglés que fue el promotor del Hotel Cristina. Pues justo ahí, a mano izquierda está la calle que Algeciras dedica a Don Miguel de Cervantes, el Príncipe de los Ingenios, el heroico Manco de Lepanto, el hijo más ilustre de la Patria Española. Es una calle insignificante, un callejón horrendo a espaldas del consulado marroquí, donde habitan pocas familias, con un suelo de cemento cuarteado, con paredes desconchadas, sucias, de las que brotan los yerbajos y que conduce al así llamado Patio del Coral, antigua puerta a la Villa Vieja, una zona de interés histórico y arqueológico, abandonada y semiderruida. Hasta al rótulo de baldosas con el nombre de Cervantes se le han caído la E, la N, la T, la E final y la S y ha quedado un C RVA privado de sentido.
Cervantes seguramente nunca estuvo por aquí aunque lo vemos con su gola y barbita puntiaguda en los azulejos de los bancos de la plaza Alta. Lo más cerca posiblemente fue Zahara de los Atunes pues en La ilustre fregona muestra un perspicaz conocimiento del mundillo de las almadrabas: "Zahara, el finibusterrae de la picaresca, donde Carriazo, que había pasado por todos los grados de pícaro, se graduó de maestro". Allí abundan las calles con nombres cervantinos y hasta un instituto lleva su nombre. En nuestro pueblo Cervantes merece un trato mejor, una calle más sobresaliente y vistosa y no la actual en una zona tan degradada. Aquí, donde se rotulan calles con nombres tan estrafalarios como Agentes Comerciales, Abogados de Oficio o Donantes de Sangre y hasta los ingleses tienen calles principales, hemos metido de nuevo a Cervantes en una inicua mazmorra argelina. Le hemos devuelto a Berbería.
Por fortuna alguien se interesa por estos temas. Asociaciones ciudadanas como la Trocha y Adelante Algeciras, han pedido reiteradamente la rehabilitación de esta zona víctima de la incuria. Parece que el ayuntamiento tiene un plan en ciernes para arreglar y rehabilitar este lugar. Ya veremos, o mejor, creo que yo no lo veré. Pero sí me gustaría ver el nombre de Cervantes rotulado en una calle digna él.
Los padres mercedarios pagaron 500 escudos a Dali Mamí, el captor de Cervantes, para obtener su liberación del calabozo otomano. Sacar a Cervantes de su mazmorra actual, sólo requeriría la voluntad expresa del ayuntamiento.
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