Pocos años después de su regreso del exilio, Tarradellas pronosticó que la Transición en España no podría darse por concluida hasta que la derecha ganase unas elecciones generales, cosa que logró José María Aznar en 1996. Aquel primer triunfo del PP en España, efectivamente, cerró un ciclo político y demostró que los sectores más conservadores del país eran capaces de construir un discurso sólido y de lograr un amplio respaldo popular al margen de las sombras de la dictadura franquista. Hay hoy quienes, sin embargo, se empeñan en no dar por cerrada la Transición bajo la tesis de aquel proceso se cerró en falso con el objetivo de acallar el ruido de sables y de asegurarse de que todo, acorde a los planes del dictador, quedase atado y bien atado.

Entre quienes sostienen dicha tesis se encuentran Podemos-IU, profetas del advenimiento de la república como vía para sanar todos los males del país, y los nacionalistas, que a lo largo de los años han construido en sus respectivos territorios un imaginario colectivo de agravios cometidos por lo que llaman de forma insistente el Estado español, a modo de orweliano régimen opresor de las libertades. Unos y otros vienen apostando desde hace años abierta y legítimamente por una reforma de la Carta Magna que dé cabida a sus aspiraciones, aunque hasta ahora habían encontrado el no rotundo del PP y algunas reticencias en el PSOE.

La algarada catalana ha supuesto un cambio de planes ante el que Andalucía debe estar muy atenta. Nos jugamos literalmente nuestro futuro y el bosillo. La aceptación por parte de Mariano Rajoy de negociar la reforma de la Constitución, a cambio de lograr el respaldo de los socialistas a una hipotética suspensión de la autonomía catalana a través del artículo 155, abre una gran incógnita sobre el modelo territorial del país.

El error de partida es emprender un debate de este calado como presunta solución a la crisis abierta por los independentitas. Más bien al contrario, la reforma constitucional solo debe llevarse a cabo para garantizar la equidad de derechos de todos los españoles, no para consolidar y/o ampliar los desequilibrios ya existentes. Si precisamente hay algo que la Transición no corrigió fue la existencia de los cupos vasco y navarro, mantenidos por el franquismo durante 40 años para acallar al nacionalismo de aquellos lares.

El objetivo de esa anunciada reforma de la Constitución no puede ser buscar ahora acomodo a los derogados artículos del Estatut catalán en los que, justamente, se pretendía dotar a Cataluña de amplias ventajas en materia de financiación e inversiones públicas. El que el ministro de Economía, Luis de Guindos, sugiriese la creación de una suerte de cupo catalán la víspera del referéndum del 1-O es para echarnos a temblar.

La reforma de la Constitución debe centrarse en qué proyecto de España queremos para el S.XXI y en qué manera puede ayudar el nuevo texto a mejorar la convivencia de los españoles, no para dividirlos. Es la hora de que Andalucía, con su gobierno al frente, juegue sus cartas en este momento histórico, de la misma manera que lo hizo el 4 de diciembre de 1977 saliendo a la calle en demanda de la autonomía. No más que ninguna, pero tampoco menos que nadie.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios