Juan Rulfo, entre aromáticas saponarias, hojas de toronjil y llanuras transparentes, escribió que la memoria devuelve reflejos y sensaciones. Unos días después de la celebración de la Magna Mariana en Algeciras aflora, con la suave constancia de las marejadas más benévolas, una perseverante sucesión de evocaciones que el recuerdo moldea a su antojo.

Suelos con olor a hierbabuena fresca, gozosas campanadas a deshora, puestas de sol repetidas en multitud de rostros, pálpito de fiesta de guardar, cielos eternos, luz inmortal detenida a la hora en que todo comenzaba sin conciencia de fin. A media tarde sobrevolaba el latido de las grandes ocasiones, de lo nunca vivido en una ciudad acostumbrada a todo. Se desplegaban dobles páginas con horarios y recorridos que alcanzaban dimensiones de apaisado mapamundi con salidas, recogidas y entradas en carreras más anchas que nunca, más largas que nunca y más oficiales que nunca. El silencio se fue poblando de miradas expectantes, de pasos atentos, de palabras impúberes, hasta que la tarde alumbró el inicio de un desbordamiento controlado, un exceso milimétrico, una magnitud medida con la precisión del orfebre y el delirio de los sueños que se tienen al alcance de la mano.

Vino primero pura, blanca, con la candidez del mármol legendario y las rosas en flor de las patronas históricas, la transparente claridad de los encajes antiguos y el oro de albero con música de gloria. Cúmulos de incienso no ocultaron estrellas nuevas alumbradas por candelas de cera y pétalos verticales sin palio que las detenga. Llegaron vírgenes de barrio, reproducidas en ajadas estampas, con novedosos mantos blancos y racimos de uva sobre respiraderos sienas; otras de barrios aún más lejanos envueltas en cándidos ropajes y rosas rosas bajo un cielo cielo que todo lo cubría. Bambalinas de otros paralelos traspasaron portales cercanos al asilo en ruinas flanqueadas de araucarias: estampas de equilibrio entre música perfecta y rectilíneos conos de claveles.

Reflejos de esperanza plena, radiante, potente, en populares plazas engalanadas con mimo sobre olores verdes, terciopelos verdes, talco verde y verde nácar; salud impresa en banderas y balcones, perfiles y pulseras, candelabros concéntricos e ilusiones focales; rojo cadmio de alegría, de dorados reflejos y blondas desbordadas sobre el rojo más rojo del manto alado que caía; recreada conversación silente entre exquisitas lágrimas e implorantes manos, nuevas encarnaduras y mantos románticos que arropaban la perfección más nueva y medida; dolor magno, sobrio, carmelita, entre redondos pétalos de mar abierto y añoradas puntadas de tierra firme; amargura completa y radiante, fugaz, eterna, de oro y burdeos, de plata y corolas, de equilibrios soñados y sones del alma; reflejos de soledad final, nunca sola, entre dorados motivos regionalistas y liminares faroles que alumbraban el fin de un sueño del que ahora perviven sensaciones de toronjil sobre llanuras transparentes donde de vez en cuando solo brotan las palabras.

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