La tribuna

El mundo se desliza hacia el autoritarismo

El mundo se desliza hacia el autoritarismo

Miembro Del Consejo Editorial Del Grupo Joly

La deriva autoritaria es una pandemia universal con distintas manifestaciones. La más trascendente es en Estado Unidos, con un presidente que no le frenan las normas ni las instituciones establecidas, que confunde los asuntos públicos con sus negocios privados y que impone vasallaje a propios y extraños. Todavía sorprende que alcanzase el poder después de la experiencia del primer mandato y con las violaciones de reglas básicas en un país con democracia pionera. Se suele explicar la paradoja de su segunda elección porque los estadounidenses son ricos, pero incultos; sin embargo, la inmensa mayoría de la población tiene formación media o alta, y a Trump también lo apoyan muchas personas con formación en múltiples campos del saber. El error de esa interpretación es la minusvaloración del componente emocional del conocimiento y de las actuaciones humanas frente al racional. La formación sentimental, el malestar que provocan experiencias afectada por políticas públicas o el desagrado con las formas y comportamientos de líderes políticos pueden generar un nivel de rechazo que obnubile la percepción racional de la realidad incluso en las mentes más formadas. Y estas motivaciones debieron de ser relevantes en un escenario caracterizado por el malestar por la globalización en ciertos sectores, los estragos de la drogadicción, la inane política del gobierno Biden y la inflación como última causa del vuelco electoral. Los optimistas esperan que la presidencia de Trump sea un mal sueño de cuatro años, pero los cambios en las instituciones del Estado son difíciles de remover, y la posibilidad de que los sectores ilustrados de la sociedad norteamericana puedan ofrecer un programa de gobierno razonable, y además motivador del componente emocional para un apoyo mayoritario es bastante dudoso. En un terreno de juego embarrado por el populismo, las esperanzas de alternativas tendrán que ser como las del nuevo alcalde de Nueva York, ilusionantes para algunos, pero de improbable recorrido.

La corriente autoritaria no se limita a Trump, sino que múltiples actores globales la interpretan, como China, donde Xi Jinping se muestra como un líder del multilateralismo y enarbola su modelo de progreso económico, pero mantiene un sistema autoritario de partido único, que controla todos los poderes del Estado y persigue a los disidentes.

Más peligrosos por su agresividad son los poderes de Putin y Netanyahu. El primero heredero de las ambiciones de algunos zares y del estalinismo, que ha ido desmontando el sistema democrático y que, reforzado por los recursos energéticos, el poder militar y el fervor nacionalista de la guerra, persigue el sueño de la Gran Rusia. Netanyahu comparte su ascenso democrático al poder para blindarse posteriormente con su éxito destructivo en Gaza y en países de su entorno en la lucha contra el terrorismo, del que son los principales actores.

El autoritarismo está en el poder en otros muchos Estados, como Arabia Saudita, Venezuela, Irán o Turquía, mientras que Viktor Orbán es su referente en la Unión Europea, donde aumenta la relevancia de otras fuerzas políticas que están colaborando con los principales rivales de la Unión Europea (Rusia y Estados Unidos), mientras que las encuestas nos informan de la creciente despreocupación de los jóvenes por la pérdida de la democracia.

Al gobierno de España no se le puede identificar con las formas autocráticas referidas, y en su relato se incluye la preocupación por la democracia, pero su práctica política tiene coincidencias con la deriva autoritaria, como lo es el cesarismo de Sánchez, la colonización de las instituciones y contrapoderes del Estado, el mantenimiento en el poder apoyado por partidos heterogéneos en base a los intereses singulares de cada uno de ellos, y el proyecto de una financiación territorial desmembradora del Estado y contraria a la redistribución de la renta, y todo ello con el único bagaje justificativo de su pretendida superioridad moral frente a la maldad de la derecha y la ultraderecha.

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