¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

La buena vida de Pablo Ráez

Ráez consiguió convertir las envilecidas redes sociales en eficaces canales desde los que difundir la esperanza

Dicen que Felipe IV murió atormentado por lo vano de su vida. Al final de sus días cayó en la cuenta de que mientras él se dedicaba a la caza, los toros, el teatro y la poesía, sus reinos se habían ido desmoronando hasta convertirse en tristes caricaturas de su antigua grandeza y altivez. El que la propaganda del Conde-Duque quiso presentar como el Rey Planeta no tuvo, en realidad, más aspiraciones vitales que las de un señorito de pueblo. Felipe IV, cuando comprendió que había llegado su hora, debió mirar atrás y sólo ver liturgias pomposas, risotadas, jaranas y ciervos heridos. Tuvo que comprender, entonces, que no todas las vidas son iguales, que hay personas mejores que otras, que la muerte es esa balanza final en la que sólo algunos demuestran que su tiempo fue oro, mientras que el resto apenas podremos aportar humo.

Pablo Ráez, el joven atleta malagueño que falleció el pasado sábado debido a una leucemia, es un claro ejemplo de lo que decimos. Lo normal, lo comprensible, lo profundamente humano, habría sido dejarse dominar por el dolor, el miedo y la angustia. Sin embargo, él tomó el camino del valor y la inteligencia. No debe ser fácil cuando se está mirando cara a cara a la parca. Ráez hizo algo que parecía imposible: convertir a las envilecidas redes sociales en eficaces canales desde los que difundir la esperanza para los que sufren la leucemia, una enfermedad absurda y dolorosa, como todas. Sus campañas consiguieron disparar las donaciones de médula en un 1.000%: no es un mal petate con el que comparecer ante el tribunal de la vida. Pero, sobre todo, Ráez nos volvió a dar la lección que tantos otros nos ofrecieron antes. En una entrada en Facebook llegó a escribir: "La muerte forma parte de la vida, por lo que no hay que temerla, sino amarla", y parecía que estuviésemos leyendo a Montaigne. La próxima vez que sintamos la ridícula tentación de perorar contra la "juventud actual" (como si hubiese otra), la generación ni-ni y otros lugares comunes de la literatura periodística, recordaremos a Pablo Ráez y nos morderemos la pluma.

No quieren estas líneas sumarse al río de lágrimas de cocodrilo que veremos en los próximos días, ni convertirse en un sensiblero obituario a un héroe mediático. Simplemente pretenden ser un parco homenaje a Pablo Ráez, cuya vida fue buena por fértil y beneficiosa.

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