Cambio de sentido

Pobre de mí

Hay una pobreza que no da hambre y frío: la falta de tiempo y de uno mismo. Pobre del pobre de sí

Bestseller", dice por la radio, "vida feliz", sigue, "decálogo", y dale. A continuación, el locutor suelta la palabra mágica, en japonés, por supuesto: Ikigai: los secretos de Japón para una vida larga y feliz. Marca Japón: antes exportaba tecnología; ahora, un manual urgente de la supervivencia. Suelo arrimarme despacito, tantas veces de la mano de María Zambrano, Chantal Maillard y otras filósofas que han hecho camino, a otros modos de pensamiento y vida. Pero me pregunto si acaso en esta tierra no teníamos una sabiduría que ha sido sistemáticamente denostada, y si acaso cuatro consignas sueltas, dos sutras y un chaleco del Natura hacen saber que la vida iba en serio.

Cuando vine a vivir a la ciudad, amueblé mi piso con muebles traídos del pueblo. La mesa de abuela ocupaba el salón por completo; la cómoda convirtió el dormitorio en un sitio sin sitio, y aún hoy, sigo jugando al tetris con las dos mecedoras. "En las capitales se vive de lado", concluyó mi padre. Entendí entonces que existe una pobreza que no es la del hambre, el techo o la energética. Es una miseria de tipo métrico decimal, un lebensraum doméstico y a la inversa. Los techos altos -también se cobra, supongo, la altura- son una forma de disponer al menos un espacio vertical, un lugar donde colgar la mirada.

Pero hay una pobreza más, y mayor. Es la del tiempo. "No tengo tiempo material", digo a veces, mientras me pregunto de qué materia -¿cuero o vidrio?, ¿quizá arena?- están hechos los segundos. "El tiempo es oro", repiten quienes nos lo roban. Las pantallas, las multitareas, las agendas sin juntas de dilatación nos sacan del tiempo vivo que algunos llaman, equivocadamente, "tiempo muerto". Como consolación, han sacado hace no mucho el concepto "tiempo de calidad", que viene a ser algo así como aquello que cantaba María Dolores Padrera y punteaban Los Sabandeños: "El tiempo que te quede libre/ si te es posible/ dedícalo a mí". Valiente plan.

Queda la más terrible de "las otras pobrezas". Es la pobreza de uno misma; la desdicha de estar por dentro a la intemperie, o perdida, o movida desde fuera, en el propio desavío, sin aliento, centro ni remedio; es el horror de intuir que la vida es otra cosa. Da igual si cuenta con cuentas, cabeza amueblada o corazón acorazado: pobre del pobre de sí. Pobreza extraña esta, de la que se extrae tanto dinero. Riqueza inmensa la de quien, en la noche oscura, camina charlandillo consigo mismo.

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