Resulta lógico que la gente se indigne cuando conocen la manera en que, a la vista de todos, nuestros gobernantes despilfarran los fondos del estado en caprichos tan innecesarios como fastuosos. Costosísimos automóviles, lujosos aviones privados, faraónicos despachos, pantagruélicas comidas, lujuriosas bacanales… dan fe de un tren de vida más propio de jeques árabes que de representantes de la ciudadanía. En unos tiempos en que la mayoría de la población se las ve y se las desea para llegar a fin de mes, es imposible contemplar con indiferencia el hecho de que los mismos políticos que nos piden austeridad y apreturas de cinturón se comporten como auténticos manirrotos a sabiendas de que los cargos les facultan, tácitamente, a ingresar en la tropa de Alí Babá y a disponer de su célebre cueva pronunciando el sencillo santo y seña de “ábrete erario público”.

Estos abusos son prácticas habituales en todas las administraciones y además de un ejemplo poco edificante para los ciudadanos sirven de pantalla a un escándalo mucho más trascendente para el porvenir de la nación: la hipertrofia burocrática. Aparte de diputados (pulsadores de botones sería un término más descriptivo) y senadores (puro cartón piedra), tenemos 17 parlamentos autonómicos atiborrados de “bocas” que mantener y unas infladas (por mor del nepotismo) administraciones regionales y locales. En total, tres millones de funcionarios que deben ser financiados por el poco número de personas que trabajan en el sector privado, o sea, los que de verdad producen.

En sus tiempos más gloriosos (siglo III d.C.) el Imperio Romano que ocupaba una superficie que hoy estaría repartida entre más de 30 estados y que albergaba a unos 70 millones de personas, contaba con un cuerpo administrativo que no llegaba a los 20.000 efectivos. Con tan raquítica administración Roma llevó (con la eficacia que el tiempo se ha encargado de demostrar) el progreso, la cultura y el bienestar económico y social hasta los confines de su imperio, al punto de crear lo que hoy llamamos “civilización occidental”.

Salvando las distancias, el éxito de gobernar con tan reducido aparato burocrático se basaba en ocuparse solo de aspectos esenciales; mantener el orden y recaudar impuestos para pagar salarios, sufragar gastos militares y construir obra pública (comparen la fiabilidad de la autopista de la Expo o “A-92” con, por ejemplo, el acueducto de Segovia). La racanería funcionarial de los romanos propició la necesidad de hacer méritos para pertenecer a ella.

Por el contrario, nuestra inflación burocrática favorece el enchufismo y la injerencia en la vida de la gente con normas y trabas que justifiquen tan exagerada contratación de personal. Y todo para que sea el “Vuelva usted mañana” de Larra, la cantinela con que se despacha al sufrido contribuyente.

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