Tribuna

Juan Ignacio de Arcos

Aunque mucho brilla, no es de oro la hebilla

Aunque mucho brilla, no es de oro la hebilla

Aunque mucho brilla, no es de oro la hebilla

Cuando se producen saltos innovadores destacados en la actividad humana, se suelen desencadenar desequilibrios medioambientales en nuestro planeta. Esta correlación se hizo patente tras el crecimiento económico posterior a la II Guerra Mundial: deforestación, emisión de gases y el consecuente efecto invernadero, calentamiento global… se le ha llamado “la gran aceleración”, dado que no presenta signos de mitigación a pesar de los esfuerzos por parte de la sociedad para evitarlo.

Sin duda, la digitalización ha sido también protagonista de este tipo de cambios y con ella, el auge de la Inteligencia Artificial. Cuando la mitad de la población del planeta vive en áreas altamente vulnerables al cambio climático, según la OMS, entidades tan prestigiosas como el World Economic Forum o Naciones Unidas defienden a la IA como un poderoso aliado en la lucha contra el cambio climático. Algunas de sus aplicaciones son la mejora en la predicción del clima, la identificación de potenciales zonas catastróficas, la planificación urbana para contrarrestar la polución o la optimización de las cadenas de suministro y procesos de fabricación.

Con lógica, la industria tecnológica que ha desarrollado estas aplicaciones también hace hincapié en la propaganda de la defensa medioambiental, que reviste a la IA de un halo benefactor al que resulta difícil resistirse. El hecho de ser una tecnología digital que, además, “reside” en la nube le confiere una naturaleza etérea, casi angelical. Google, Meta, OpenAI, nos recuerdan constantemente que la IA podría resolver los grandes problemas de la humanidad, un mensaje perfecto para atraer multimillonarias inversiones, por otra parte. Ahora bien, como declaraba el gran comunicador de datos Hans Rosling, tenemos que incluir las desventajas y efectos no deseados en la ecuación para poder determinar si en realidad el neto es positivo. Para ello, conviene saber cómo llegamos hasta aquí.

El empujón inicial de la IA fue liderado por el marketing y la publicidad en las empresas, que, con el tratamiento de los datos, fueron capaces de atraer y fidelizar a los clientes para incrementar los ingresos y, a su vez, generar más y más datos. Según Harari, el primer contacto real a nivel de usuario se produjo con las redes sociales, que nos han sumido en un mundo ilusorio y polarizado, en el que la democracia se ve continuamente amenazada. Batalla perdida. Con la nueva IA generativa, que todo el mundo utiliza y que se entrena con modelos que tienen miles de millones de parámetros sobre billones de palabras, nos enfrentamos al segundo contacto estrecho.

El uso tan intensivo de datos implica una constante competencia por mejorar las infraestructuras tecnológicas, posibilitando el entrenamiento de mayores modelos de IA. Ello ofrece resultados en menos tiempo y, por tanto, toma de decisiones más rápida, sencilla, precisa y, en ocasiones, hasta automática. ¿Cómo se hace? Mediante cientos de miles de chips de alto rendimiento hospedados en gigantescos centros de datos repartidos por todo el mundo, inocuos, sin chimeneas. Aparentemente, factorías limpias. Es contradictorio que cuando se habla de “la nube”, se hace referencia a estas factorías del dato, bien asentadas en el terreno. Gran parte de ellas en zonas rurales de USA, país que alberga más de 5.000, a gran distancia de Alemania, Reino Unido y China, con aproximadamente medio millar cada uno.

Sin embargo, los centros de datos son uno de los mayores consumidores de electricidad. Las cantidades de energía y agua necesarias para hacer funcionar esa fuerza computacional es colosal. Cada vez que un sencillo transistor cambia de estado, del 0 al 1 o viceversa, consume energía y se calienta. El 40% de la energía total de un centro de datos se pierde en refrigerar estos dispositivos mediante aparatos de aire acondicionado que, a su vez, consumen miles de litros de agua dulce.

Con una jornada laboral de 24x7, los centros de datos suponen ya más del 1% de la electricidad mundial según la Agencia Internacional de Energía, aunque esta cifra no incluye todos los existentes en el mundo ni la electricidad necesaria para acopiar todos esos datos desde sus variados orígenes. Entrenar uno de esos encantadores chatbots durante dos semanas consume el equivalente a 100 hogares durante un año. Se calcula que los centros de datos aportan un 4% de las emisiones de carbono mundiales, más que toda industria aeronáutica en su conjunto.

Mientras la aproximación a la IA continúe esta senda de “fuerza bruta”, con más datos, más parámetros y, por tanto, más carga de procesamiento, el impacto medioambiental seguirá creciendo. En Europa se cree que para 2030 la energía consumida en los centros de datos se incrementará en un 28%. Apple, Google o Microsoft prometen emisiones cero para esas fechas, seguramente mediante la compra de créditos de carbono.

Chips más eficientes, modelos más pequeños o sistemas de refrigeración más sofisticados son algunas de las alternativas, que exigirán los incentivos oportunos. El inconveniente es que todo ello requiere un elemento que se antoja escaso: tiempo. Como comenta la socióloga Helga Nowotny, la IA puede ayudar en los muchos desafíos que se presentan, pero si se quiere conservar a la humanidad con todo lo que significa, habrá que aprender a usarla sabiamente.

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