En los años de mi infancia sabíamos que se acercaba la Navidad el día en que en nuestra casa entraba la caja de polvorones de Estepa. Un acontecimiento tan fiable como el mismo calendario litúrgico que anuncia que se acaba el tiempo de Adviento y se aproxima la venida en carne mortal de Cristo a la tierra. En estos tiempos modernos, sin embargo, suele ser la decoración navideña promovida por las corporaciones locales la que (con cierto desaire hacia los periodos litúrgicos) nos hace saber a los cristianos la buena nueva, eso sí, de una manera mucho más ostentosa que la humildad y discreción que rodearon el nacimiento de Jesús en el portal de Belén.

Toda una parafernalia lumínica y ornamental que en una competencia (no explicitada) entre ayuntamientos intenta dilucidar la vieja cuestión de “quien la tiene más grande” (el árbol más alto, los adornos más suntuosos…). Este año, la joya de la corona en Algeciras ha sido el levantamiento, en esbozo, de una resplandeciente catedral en la Plaza Alta. Un armazón de tubos metálicos remeda las nervaduras de las bóvedas de crucería, dibujando arcos ojivales desde los que cuelgan reproducciones de vidrieras y rosetones, los elementos más distintivos de los templos góticos. La planta de la “construcción” es una cruz griega, esto es, la nave y el transepto que se cruzan en el crucero (aquí ocupado por la fuente) tienen la misma longitud al contrario que la mayoría de catedrales donde la planta es una cruz latina. Curiosamente, el estilo de planta de cruz griega es típico de la arquitectura bizantina y su prototipo fue la ya destruida Iglesia de los Santos Apóstoles en Constantinopla. Aún sin que pertenezcamos a la iglesia ortodoxa, lo cierto es que esta “catedral de atrezo” refleja con más fidelidad el funcionamiento a las catedrales medievales que los objetos museísticos en que se han convertido las que, con toda su magnificencia, han perdurado en el tiempo.

Las catedrales no solo tenían una función religiosa, en ellas los mercaderes discutían y cerraban tratos, en sus capillas se escondían los enamorados, los niños jugaban a la rayuela en los dibujos de su pavimento, los canónigos eran amonestados por jugar a la pelota en el claustro, los perros acompañaban por el interior a sus dueños, los transeúntes evitaban rodeos atajando por sus naves de una puerta a otra, los pastores las utilizaban a modo de cañada real para sus ovejas e incluso en ciertas ocasiones se organizaban fiestas y juergas en su interior. En un tiempo en que la gente vivía en miserables chozas que compartían con los animales, una catedral era un prodigio en piedra donde la luz tornasolada que dejan pasar sus vidrieras y la visión de las imágenes que contaban la historia sagrada (las catedrales eran la biblia de los pobres) acercaban la gente a los cielos. Algo de eso está presente en la Plaza Alta.

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