Si por algo se distinguen estos días de fiestas navideñas es por el encadenamiento de opíparos banquetes que, ya sea con familiares, con amigos o con compañeros de trabajo, se han terminado convirtiendo en el leitmotiv de una celebración, en principio, de naturaleza religiosa. De alguna manera las comidas navideñas son tan esenciales como el nacimiento de Jesús.

Según la doctrina epicúrea hay tres placeres humanos que pueden ser considerados elementales, por ser íntimos y exclusivamente sensoriales, sin mediación alguna de la racionalidad: comer, beber y amar (amor físico se entiende). De ellos comer es el más púdico, el que menos intimidad precisa y quizá por eso es el más frecuentado (aunque no pocas veces suele ser la antesala de los otros dos).

La exuberancia gastronómica navideña (que, a menudo, suele acabar en atiborramiento) me recordó una de las películas que mejor ha reflejado la trascendencia de una comida: El festín de Babette. Se trata de la adaptación cinematográfica de la novela del mismo nombre escrita por Isak Dinesen (la de Memorias de África) que realizó el danés Gabriel Axel y que fue Oscar a la mejor película extranjera en 1988. Babette la exquisita jefa de cocina del lujoso restaurante, “Café Anglais” de Paris, llega en una tormentosa madrugada de 1871 a Berlevaag, una solitaria aldea de Dinamarca en la desolada costa de Jutlandia, huyendo del horror y la represión de la Comuna de Paris (la primera dictadura del proletariado de la historia), después de haber perdido a su marido y a su hijo. Ocultando su origen, se emplea como criada y cocinera en la casa de dos hermanas solteras hijas de un estricto pastor luterano que les inculcó una rigurosa práctica de la religión que las ha llevado a rehusar cualquier atisbo de disfrute, incluyendo la renuncia al amor.

Tras 14 años de actitud solicita y desinteresada Babette recibe la noticia de que ha ganado 10.000 francos en la lotería y, sorpresivamente, decide gastarlos íntegramente en una auténtica cena francesa con motivo del centenario del difunto padre y pastor, en lo que supone un verdadero acto de entrega total a través del don divino que le ha sido concedido: cocinar de manera excelsa. Se hará traer vinos, carnes, pescados, caviar, quesos, frutas y toda clase de exquisiteces de su añorada Francia y en sus manos esos productos se transformarán en un placer para los sentidos. Los preparativos (un tercio del metraje de la película) adquieren el rango de ceremonia religiosa. El menú (sopa de tortuga, blinis Demidoff, codornices rellenas de trufa negra reposadas en sarcófago, quesos y frutas frescas…) termina siendo una experiencia casi mística para unos invitados que jamás han experimentado el placer de comer y beber. Han recibido la gracia de Dios “a través de los fogones” dirá al final un refinado general (pretendiente en su juventud de una de las hermanas) asistente a la cena.

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