Generalmente las noticias que genera el inicio del curso escolar poco tienen que ver con cuestiones académicas, más bien se relacionan con los conflictos (muchos de ellos violentos) que se producen entre alumnos, entre estos y sus profesores o incluso entre maestros y padres de los escolares. Si, eventualmente, se habla de la instrucción en si misma, se hace en referencia a la manera de transportar la ingente cantidad de libros y material escolar que se les exigen a los niños para sus tareas escolares.

Como año tras año vienen demostrando las cifras de fracaso escolar, nuestros niños lo que se dice aprender, aprenden poco, pero en cuanto a familiaridad con manuales y cuadernos tienen casi más que los monjes copistas de los monasterios en el Medievo. Lo malo es que esos textos que, en teoría, deberían adiestrar los cerebros de nuestros vástagos se limitan con el beneplácito de las autoridades académicas a interactuar (mochilas mediante) con su columna vertebral.

Hoy, hablar de esfuerzo personal, disciplina o respeto a los maestros es algo totalmente anacrónico que no goza de la simpatía ni de los políticos, ni de los padres, ni, mucho menos, de los alumnos. Los políticos están encantados de que los niños salgan medio analfabetos de la enseñanza obligatoria. A los padres lo único que les importa es que los hijos pasen de curso (el suspenso ha dejado de existir por discriminatorio). En cuanto a los alumnos están satisfechos de ir al colegio como el que va al parque, ya hacen bastante con cumplir el horario como para encima tener que estudiar.

Hubo un tiempo en que la escuela, en vez de ser esta suerte de guardería para niños sin pañales, era el espacio en que un alumno despierto, trabajador y disciplinado podía luchar para conseguir por sí mismo el destino que su familia no tenía medios de darle. Los niños eran confiados a los maestros para que les hicieran hombres de provecho y era tal la autoridad y consideración que despertaban aquellos preceptores que sus castigos y reprimendas eran siempre refrendados (cuando no aumentados) por los progenitores. Ahora, un educador riñe a un alumno y lo más probable es que se gane una demanda por parte de la familia del interfecto.

Maestros y tutores se han convertido en unos peleles en manos de los díscolos alumnos y las inefables asociaciones de padres y madres, tan excelentemente definidas por su acrónimo: “(H)AMPA”. En justicia, antes que las imágenes de los niños entrando al colegio con sus pesadas mochilas, las noticias deberían reflejar las de los maestros saliendo de sus casas con toda la familia despidiéndoles con lágrimas en los ojos como si fuesen a la guerra, porque tal como están las cosas no van a la escuela a enseñar sino a intentar sobrevivir.

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