Si comparamos el cuidado que ahora se tiene con los niños con el que se les prestaba en la época en que quién esto escribe llevaba pantalones cortos, la conclusión no puede ser otra que calificar de milagroso el hecho de haber sobrevivido a la infancia de entonces. Las mesas no tenían cubrecantos que nos librasen de los chichones, a los enchufes no se les ponían protectores que nos ahorrasen los calambrazos, aprendimos a andar sin arneses de seguridad ni correpasillos, o sea, a fuerza de trompicones. Los padres no disponían de micrófonos que vigilasen el sueño de sus hijos, luego a estos no les quedaba más remedio que en caso de pesadilla, bajarse de la cama y llegarse, a oscuras, hasta el lecho matrimonial. Crecimos en la calle saltando, corriendo… siempre llenos de heridas y moratones y entreteniéndonos con unos “juguetes” que es muy dudoso que cumpliesen las normativas de seguridad de la CEE: jincotes, espadas de palo, “bólidos” de maderas viejas y rodamientos usados y, cómo no, las batallas a pedradas entre las bandas de calles rivales. En las escasas ocasiones que subíamos a un coche la función de los air-bags y los cinturones la suplía con creces el apelotonamiento humano: eran tantos los que cabían en el vehículo que no existía espacio alguno en el que moverse (recuérdese, por ejemplo, cómo para ir a la playa nos “enlataban” en los autobuses del Rinconcillo).

Sería de locos el pensar que aquella azarosa vida infantil era preferible al entorno mucho más controlado en que crecen los niños de hoy y si bien es cierto que tanta salvaguardia y vigilancia constriñen las ansias de aventuras y experiencias de los críos, ningún padre responsable cambiaría la seguridad de su hijo por las intensas vivencias proporcionadas por una niñez tan “arriesgada” como la que nosotros tuvimos. Sin embargo, los papeles se invierten cuando se produce el inevitable paso de la infancia a la adolescencia; mientras los de mi generación lo efectuamos ya baqueteados por los muchos años de “vivir en la calle” y con unas expectativas bastante cutres de nuevas diversiones (poco más que un recatado guateque alrededor de un picú), nuestros hijos experimentan un brutal cambio en sus vidas del que no todos salen airosos. De un día para otro abandonan la protectora burbuja familiar y salen a un mundo (nocturno) desconocido que deslumbra sus inmaduras mentes con tan sugestivas como peligrosas tentaciones. Su bisoñez les convierte en “carne de cañón” para quienes no tienen ningún escrúpulo en “hacer caja” a costa de unos jóvenes que caen en sus garras directamente desde las amorosas manos de sus padres. Por habitual que sea, jamás me acostumbraré a que los chicos se recojan a las seis de la mañana. La noche –salvando a los aficionados a la astronomía– solo acoge a crápulas, delincuentes y gentes de mal vivir. En estos tiempos… el milagro es sobrevivir a la adolescencia.

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