Rotonda

Hay un verano del que nadie habla, el de los que trabajan a destajo para facilitarnos la vida a los privilegiados

El otro día, en una rotonda, una furgoneta de reparto de supermercado derrapó unos metros. Cuando el conductor frenó en seco, se le abrió la puerta trasera, que debía de estar mal cerrada. Una gran parte de la carga salió despedida y quedó esparcida por la rotonda. Había packs de cerveza, bolsas de congelados, garrafas de aceite, en fin, todo lo que consumimos en estos tiempos todavía afortunados (no sabemos hasta cuándo). El conductor se tuvo que bajar a toda prisa y se puso a recoger todo lo que se había caído. Era un chico joven, alto, bastante guapo. Hacía un calor de mil demonios y los coches pasaban peligrosamente a su lado. Nadie se detuvo a ayudarle, nadie hizo el más mínimo gesto de cooperar. El conductor recogió las cosas como pudo, las metió en la furgoneta y se marchó de allí. Cuando llegué, con la intención de echarle una mano, sólo quedaban sobre el asfalto unas chuletas de cordero Tomahawk. La oferta especial del día.

Hay un verano del que nadie habla –o muy poco– porque es el verano que está al otro lado del espejo, por decirlo como lo diría la Alicia de Lewis Carroll. Es el verano de los que trabajan a destajo para facilitarnos la vida a los privilegiados que todavía podemos disfrutar de unas vacaciones. Por ejemplo, aquel chico que hacía el reparto a domicilio y al que se le cayó la carga en una rotonda. O las kellys que trabajan sin parar en los hoteles. O todos esos camareros y cocineros que vemos llegar al atardecer a la zona de los chiringuitos playeros porque va a empezar el agotador turno de trabajo. O las cajeras de supermercado que tienen que soportar una música ambiental atroz aparte del malhumor de los clientes. O toda la gente que sigue haciendo su trabajo cuando los demás nos tumbamos a la bartola y procuramos olvidarnos de todo. ¿No hay algo heroico en esta gente anónima que hace su trabajo sin quejarse, con sueldos a menudo escasos –por mucho que se haya aumentado el SMI– y en condiciones muy difíciles? ¿No son mucho más dignos de admiración que todos esos políticos que discuten sin parar por cuestiones en el fondo triviales o simplemente idiotas, como esa idea –abracadabrante– del “país de países”?

Suerte que existe esa gente. Suerte que están ahí. Y suerte que son mucho más sensatos y responsables que esa calamitosa clase política que nos ha tocado en suerte (en mala suerte, por supuesto).

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