Una parte fundamental de la educación que recibimos los que éramos niños en los años cincuenta y sesenta, consistía en enseñarnos la correcta manera de comportarnos en sociedad.

Ya fuesen los padres, los maestros o los curas, todos insistían en inculcarnos (por las buenas o por las malas) un conjunto de normas indispensables para poder circular por la vida a salvo de que alguien pudiese decir de nosotros: ese niño es un maleducado, o peor todavía, un mal criado. Nuestras madres se esmeraban en que pusiéramos atención a la higiene personal (cuestión peliaguda si se piensa que en aquella época sólo sabíamos de la existencia de los cuartos de aseo por las películas y el único "baño integral" que tomábamos era semanal y en una tina de zinc). Nos despellejaban las orejas a fuerza de frotarlas, sometían nuestras cabezas a despiadadas inspecciones en busca de piojos o de sus precursoras, las liendres y aunque nuestro "fondo de armario" era más bien exiguo, siempre nos reservaban algunas prendas para ocasiones especiales: la feria, ir de visita o acudir al médico (en este caso era obligatorio llevar muda limpia).

En cuanto a la manera de desenvolvernos en público la cosa no podía ser más estricta: quietecitos, callados, sin poder coger nada de la mesa a no ser que nos diesen permiso, corteses y respetuosos con los mayores (siempre tratándolos de Vd.) y con mucho cuidado de no dar la nota en la calle correteando, molestando a los demás transeúntes o deteriorando el mobiliario urbano. Ni que decir tiene que la instrucción que recibimos se grabó en nuestras mentes y, hoy, la mayoría de aquellos niños sigue observando en su vida cotidiana unas normas que, independientemente del contexto en que las aprendieron, se basan en el respeto a los demás y en la preferencia de los usos civilizados sobre los salvajes. Indudablemente los tiempos han cambiado y en esa mudanza la urbanidad y el civismo han salido mal parados, quizás porque, nos hemos pasado de listos al identificarlos con el autoritarismo. Nos hemos acostumbrado a observar (y a veces a sufrir) comportamientos poco respetuosos tanto para con el prójimo como con el entorno urbano y viendo la edad de los insolentes se puede intuir el negro futuro que se cierne sobre los buenos modales. Si a esto añadimos que a pesar de que todo el mundo tiene agua corriente en su casa y que en cualquier hiper te compras un montón de camisas y pantalones por cuatro duros, la gente acostumbra a entrar en cualquier sitio como patanes caprichosos y consentidos: desastrados, como si fuesen a la playa y oliendo a recién salidos de las mazmorras del conde Drácula. No creo que ya tenga vigencia alguna el viejo dicho que nos solía repetir mi madre: "Buen porte y buenos modales, abren puertas principales".

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