El lanzador de cuchillos

SAVATER, EL GIRONA Y LOS TOMATES

Los políticos nacionalistas propugnan la oficialidad de las selecciones deportivas propias

Savater. Con un sentido cómico de la vida –frente al sentimiento trágico de Unamuno–, Savater ha sido siempre trascendente sin caer en la banalidad. Un tipo profundo, pero sencillo y ameno. En el tránsito hacia su madurez, dejó escrito en su ensayo La tarea del héroe: “He sido un revolucionario sin ira; espero ser un conservador sin vileza”. Aquel “anarquista moderado” –según los ficheros de la policía franquista–, se convirtió con los años en la brújula de una sociedad desorientada y huérfana de mentes lúcidas. El casi octogenario Savater publica ahora Carne gobernada, la tercera parte de sus memorias, un streeptease espiritual en el que confirma la transición ideológica a un derechismo ilustrado y con el que el filósofo donostiarra empieza a despedirse de sus lectores. Yo soy, desde la adolescencia, uno de ellos y le estoy muy agradecido. Por su compromiso con el país que le tocó vivir, por defender la alegría como una trinchera, por enseñarme que lo importante no es preguntarse qué va a pasar sino qué es lo que voy a hacer. Larga vida, maestro.

EL GIRONA. Los políticos nacionalistas propugnan la oficialidad de las selecciones deportivas propias; sin embargo, ni ellos ni los grandes clubes catalanes o vascos han siquiera sugerido la posibilidad de abandonar el escaparate que suponen las competiciones españolas, que una cosa es la independencia, y otra muy distinta disputarle el partido del año al Roda de Bará. Que le pregunten a los dirigentes del Girona si prefieren jugar desde mañana mismo una liga catalana o ganar el campeonato del país invasor. Claro, que siempre se puede aplicar la vieja teoría del “Estado libre asociado”, también conocida como de la Jeta de Ibarretxe, consistente en compatibilizar libertad y asociación según convenga. Mientras tanto, el Girona se apunta al victimismo atávico de su hermano mayor: los ricos –sombríos, plúmbeos y resentidos– no paran de llorar.

LOS TOMATES. Una canción revolucionaria muy popular durante la guerra civil defendía –ya entonces– la inocencia de las hortalizas españolas. «Qué culpa tiene el tomate / que está tranquilo en la mata / y viene un hijo de puta / y lo mete en una lata / y lo manda pa’ Caracas». La canción, recuperada en los 70 por el grupo comunista chileno Quilapayún, era una proclama contra la explotación de los trabajadores del campo. Esos agricultores para los que Ségolène es una pija socialista y que ya no se fían de la izquierda caraqueña.

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