Bajo el epígrafe de “vieja estampa navideña” observo una foto en que una piara de pavos, guiada por dos pastores con sendas cañas a modo de cayados, transitan por una calle a la espera de que alguien los elija como plato principal de su cena de Navidad. Al instante me vino el recuerdo infantil de ver la misma escena con los pavos pasando por delante de mi casa con su poco agraciado aspecto y emitiendo ese desagradable y lastimoso sonido llamado glugluteo que parece pregonar el aciago destino que les espera.

El pavo era el animal ideal para aquellos tiempos, bastante más grande que el pollo y más fácil y rápido de engordar que aquél. En cierta forma, este desfile de pavos hacía su particular cadalso era el anuncio de la inminente llegada de las Pascuas que quedaba refrendada con la entrada en la casa de una caja de polvorones de Estepa (con el calendario del año siguiente incluido encima de los mantecados).

En los años sesenta, el ámbito de las fiestas navideñas era mucho más limitado. Se circunscribía a la familia, los vecinos y, si acaso, al barrio, con ocasión de la celebración de la Misa del Gallo en la iglesia parroquial. Ni siquiera sospechábamos que pudiese existir una iluminación navideña (en mi barrio no había ni alumbrado público) y al ser los televisores unos aparatos al alcance de unos pocos, la animación la aportábamos nosotros mismos con los villancicos familiares en los que todos colaborábamos ya fuese con la pandereta, el almirez, la zambomba, la botella de anís (rascada con una cuchara sopera) y, por supuesto, cantando. En la sobremesa jugábamos a la lotería mientras comíamos alfajores y peladillas acompañados de una copita de ponche o anís dulce que, en tan especiales ocasiones, también podíamos tomar los niños. Las casas no se adornaban con arboles de navidad y hasta el clásico “nacimiento” estaba reservado para quien tuviese espacio y dinero suficientes para comprar e instalar el belén. Eran tiempos de escasez y sabíamos de antemano que los juguetes que, embobados, contemplábamos en los escaparates nunca los dejarían los Reyes en nuestras casas y nos conformábamos con que por lo menos no nos dejasen carbón. Seríamos inmensamente felices si conseguíamos uno de aquellos maravillosos plumieres de madera de dos pisos para guardar lápices, plumas y gomas o, si sentían generosos, la caja de 25 juegos reunidos Geyper.

Como, en general, todos éramos pobres no existían las campañas de solidaridad tan en boga en la actualidad y si acaso los únicos que pedían un donativo (entonces aguinaldo) entregando una tarjeta de felicitación eran el cartero, el basurero o el barrendero. A pesar de todo, quienes vivimos aquellos tiempos los recordamos con nostalgia y aún con sus penurias y miserias los añoramos por una simple cuestión cronológica… ¡éramos jóvenes!

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