La tribuna

Juan A. Estrada

Budismo, religión y desastres

JAPÓN está viviendo la experiencia más dura desde la Segunda Guerra Mundial. La conjunción de un terremoto de grado nueve, uno de los más grandes de la historia, con un tsunami gigantesco ha llevado a una tercera catástrofe, la nuclear, que es una amenaza mayor que las anteriores, con una secuela, todavía incierta, de muertos actuales y futuros, a causa de las radiaciones. Se juntan todos los elementos para que surja el caos social con los componente concomitantes de la desesperación, de la lucha por la supervivencia y de una huida generalizada de los potenciales focos radiactivos.

No cabe duda de que algo de esto tiene que hacerse presente en el escenario japonés, porque forma parte de la condición humana. Pero lo que más impresiona es la ausencia de escenas de exasperación e impotencia; la carencia de saqueos y de violencia callejera; el orden y la calma, por lo menos aparente, con que la población obedece las directrices gubernamentales, y la disciplina, al asegurar alimentos y gasolina, y refugiarse en las casas, para protegerse de la radiación. Se muestran como un pueblo diferente, al menos para los occidentales.

El comportamiento de la población se debe a muchos factores, entre otros a que han sido preparados durante decenios para abordar las consecuencias de un terremoto. Pero el código cultural japonés es, quizás, la clave esencial para explicar cómo actúan. En ella, juega un papel relevante la tradición budista, que ha impregnado su cultura. El budismo es una tradición a la vez filosófica y religiosa, ya que en Asia no hay una delimitación clara entre ambas, como en Occidente. Y el núcleo de su enseñanza está en que toda vida es sufrimiento e insatisfacción (la primera noble verdad) y que el origen de ambos son los deseos del yo, marcado por el instinto de supervivencia.

Hay que asumir ambas verdades para llegar a la tercera, la fusión última del yo con el ser último, infinito e impersonal, en el Nirvana. Asumir la contingencia y finitud radical del yo personal, tomar distancia de las pasiones y sufrimientos, y mandar sobre ellos, forma parte del saber iluminado, que es, a la vez, filo-sofía (amor a la sabiduría) y teo-logía (búsqueda de la divinidad última, el absoluto). Uno de los resultados de esta cosmovisión es el comportamiento controlado, en medio de un caos social, así como la preeminencia de la disciplina y el orden colectivos.

En Occidente, la reacción habría sido distinta. Hubieran surgido preguntas acerca de por qué no actúa el Dios creador personal y se hubieran dado rebeliones individuales de un yo visto como realidad última. La búsqueda de inmortalidad del yo es uno de los rasgos del personalismo occidental, que busca dominar la naturaleza y autoafirmarse en ella. Por eso, deja mucho más espacio a lo individual respecto de lo colectivo, con su doble dinámica de revuelta ante una naturaleza hostil y amenazante, y de reacción racional y emocional, que oscila entre la incomprensión, la lucha por la supervivencia y la anarquía social resultante de la supremacía del individuo.

Occidente no puede asumir el comportamiento propio de un código cultural diferente, pero sí tiene que aprender una lección. Que el hombre está solo ante las leyes de la naturaleza y que no hay un Dios causante último de los desastres, ni posible suplente del protagonismo humano. La Naturaleza se impone con sus causas y efectos, que podemos investigar, buscando dominarlas y ponerlas al servicio humano. El mundo y el hombre tienen su propia autonomía.

Es lo que, en buena parte, ha ocurrido en Japón, bien preparado para afrontar un gran terremoto, menos para el gigantesco tsunami y no suficientemente para el peligro de la energía nuclear. Después de eso, el esfuerzo humano para saber y dominar las fuerzas naturales, sólo queda la solidaridad ética y política, que pasa de la empatía con las víctimas a la ayuda efectiva. ¿Y la religión? Como siempre, puede sacar lo mejor y lo peor del ser humano: motivar para comportamientos personales heroicos que, con toda seguridad, siempre se dan en las catástrofes o legitimar el absurdo y el sinsentido, bajo la forma de presuntos castigos divinos. Al sufrimiento de la tragedia, añadiría la presunta culpa de la teología de la retribución, dando a Dios un protagonismo que no tiene.

Desde la perspectiva cristiana se añade algo, la motivación para ser solidarios con los más afectados y la esperanza de que el final último no es el de la fusión con un absoluto impersonal, sino el encuentro definitivo con un Dios tan humano, que ha hecho de los que más sufren sus representantes en la tierra.

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