En Occidente, llevamos décadas padeciendo la progresiva infantilización de una sociedad que se arruga y victimiza ante cualquier problema. Sociólogos, antropólogos y psicólogos advierten de los riesgos de un fenómeno que alarga artificialmente la juventud mental y física. Ya no son los jóvenes los que imitan la conducta de los adultos, sino justamente al revés.

La adolescencia se alarga hasta edades avanzadas, configurando una sociedad inmadura que exige todos los derechos e ignora todos los deberes. Poco a poco va desapareciendo la cultura del pensamiento, de la reflexión, y se sustituye por el sentimiento, por el impulso que persigue una satisfacción instantánea.

En el ámbito político triunfa el simplismo, todo se reduce a meras consignas y los líderes son juzgados por su imagen, por su petulancia, y no por sus ideas o por su capacidad de gestión y cooperación. En los medios de comunicación impera la búsqueda del puro entretenimiento, arrinconando la verdadera información y el análisis riguroso. Incluso los de mayor prestigio promocionan el cotilleo, el escándalo, tan al gusto de la masa aniñada.

Al tiempo, el creciente infantilismo fomenta la difusión del miedo. Aparece una “sociedad del pánico”, insegura, que se asusta de su sombra. Demasiados olvidan, como señala el economista Juan Manuel Blanco, que “la madurez consiste básicamente en la adquisición de juicio para distinguir el bien del mal, la formación de los propios principios y, sobre todo, la disposición a aceptar responsabilidades”. En esa dejación por supuesto han colaborado los dirigentes políticos y sociales: el Estado paternalista ofrece a los ciudadanos soluciones a cambio de la renuncia al juicio crítico, de la ausencia de su responsabilidad personal, de su disposición perpetua a la delación, de la deserción de su adultez.

Se adivina en el horizonte la fase final de tanta adolescencia absurdamente prolongada: el populismo y el autoritarismo se aprovechan de tantas generaciones eternamente jóvenes. “Líderes adolescentes y caprichosos –concluye Blanco– para una sociedad infantil, anestesiada, entretenida con los juguetes que los de arriba dejan caer a voluntad”. Una versión impecable e imparable de lo que Félix de Azúa llama el totalitarismo simpático, suave, festivo y amistoso, tan horrible en el fondo como aparentemente inocuo y socorredor en las formas. Una deriva sombría, al cabo, que fundamenta un espantoso pronóstico.

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