In memoriam

Rafael Pérez de Vargas: Veinticinco años hace ya que te nos fuiste

Rafael Pérez de Vargas (izq.) , junto al también abogado Rafael Escuredo y el fiscal jefe de Toledo, Miguel María González Blanco, en 1998, durante el juicio por el secuestro y asesinato de Anabel Segura.

Rafael Pérez de Vargas (izq.) , junto al también abogado Rafael Escuredo y el fiscal jefe de Toledo, Miguel María González Blanco, en 1998, durante el juicio por el secuestro y asesinato de Anabel Segura. / Efe (Toledo)

Ante todo, quiero agradecer a Europa Sur la oportunidad que me da para unirme con la palabra a quienes han organizado un próximo homenaje para rememorar y mantener viva la figura de nuestro primo hermano Rafael Pérez de Vargas López, que nos dejó hace ahora algo más de veinticinco años. Gracias de corazón también a ellos por ese gesto.

Algo más de veinticinco años han pasado ya desde aquella gris y maldita mañana de enero de 1999 en la que te fuiste, Rafael, en la que te nos fuiste a todos los que te sentíamos y te seguimos sintiendo muy cerca.

Te diré, no obstante que, con la inexorable andadura del tiempo -esa que también nos ha dejado hace poco sin tu hermana Paca- he ido aprendiendo a domesticar la rabia interior, la tristeza y el enorme vacío que me provocaba siempre pensar en tu brusca e injusta ausencia, y he ido consiguiendo que mi memoria, distraída en la evocación de los muchos momentos que compartimos, apacigüe poco a poco aquellos primeros sentimientos y los transforme cuando ahora te recuerdo en hálitos de vida, esos verdaderamente imprescindibles que nos permiten transitar plenos por ella.

Esa memoria me lleva entonces a evocar episodios de nuestra infancia, vistiendo el uniforme de sonrisa traviesa y pantalón corto de marineritos del Colegio

En ese reparador camino la memoria me lleva a revivir episodios de nuestra infancia, jugando en la Plaza Alta, junto a Paca y mi hermano Rafael, vestidos con el uniforme de sonrisa traviesa y pantalón corto de marineritos del Colegio de nuestra añorada Señorita Isabel, que tanto cariño y esencias nos enseñó siempre; o también reuniéndonos en mi casa las tardes de Lunes Santo, cubiertos los tres primos con túnica roja y capa y capirote blancos de inocencia, cándidos de fervor ilusionado por acompañar, con mi padre, a nuestro Cristo Atado a la Columna hasta altas horas de la noche.

También me traslada, siempre inundado de nostalgia, a tu casa de la calle Real, la de mi tío Leocadio y mi tía Nena, aquella de cancela y encalado patio blanco lleno de grandes macetones de alocasias de enormes hojas verdes al que daba el despacho ya vetusto por la nobleza humana de tu padre, que luego tú ocupaste, un patio y un despacho que me hacían sentirme de pronto al visitarlos casi en otro mundo, antes de subir la empinada escalera que daba a la puerta de arriba donde me esperaba, siempre vigilante y afectuosa, tu madre. Una casa esa que un aciago día borró inmisericorde la piqueta con todas nuestras vivencias dentro.

Muchas veces resuena aún en mis adentros Rafael, la voz grave y agrietada de tu padre, en aquellas entrañables charlas de brasero de picón en el salón al caer la tarde, nosotros ya como imberbes estudiantes de Derecho -tú en Sevilla y yo en Madrid- y él aleccionándonos siempre con sus fecundas historias, y también reprendiéndonos, con el tono enardecido que brotaba de su gran corazón de buenazo cascarrabias, para que preparásemos las oposiciones de registrador de la propiedad o de notario, y así poder labrarnos un futuro económicamente asegurado, sin tener que soportar los ingratos padecimientos profesionales del libre ejercicio de la abogacía, que él tantas veces había experimentado y siempre quiso evitarnos.

De tu padre aprendiste la entrega valiosa y desinteresada a los más necesitados en el ejercicio de la profesión

Aunque no le hiciste caso en eso, primo, sí que supiste después compensarle con creces continuando, tras terminar la carrera, su estela de brillante abogado convirtiéndote en el más fiel heredero no solo ya de su profundo rigor jurídico y de su incomparable sabiduría procesal en la defensa de los asuntos, sino también, lo que es más importante, de su esencia de entrega valiosa y desinteresada a los más necesitados en el ejercicio de la profesión. Ya sabes, aquellos Tria Iura Praecepta enunciados por Ulpiano, que el severo y temible catedrático de Derecho Romano de la Universidad de Sevilla D. Francisco Pelsmaeker te obligaba a decir en voz alta junto a todos tus compañeros antes de comenzar cada una de sus clases, según me contaste multitud de veces: Honeste Vivere (Vivir y actuar honestamente) , Alterum non laedere (No hacer daño a nadie), e Ius suum cuique tribuere (Dar a cada uno lo que le corresponda en derecho), principios generales que convertiste siempre en verdaderas normas morales de conducta en tu ejercicio profesional.

Paca Pérez de Vargas Lopez, Rafael Silva López, Rafael Pérez de Vargas López y Juan José Silva López, de izquierda a derecha. Paca Pérez de Vargas Lopez, Rafael Silva López,  Rafael Pérez de Vargas López y Juan José Silva López, de izquierda a derecha.

Paca Pérez de Vargas Lopez, Rafael Silva López, Rafael Pérez de Vargas López y Juan José Silva López, de izquierda a derecha. / M.G.

Muchos años después, cuando tú ya eras un prestigioso abogado civilista, mercantil y penalista, requerido en toda la comarca y fuera de ella, el destino y otras poderosas circunstancias personales me hicieron abandonar Madrid, ya volcado en el Derecho Administrativo, y volver a Algeciras, lo que me deparó el inmenso regalo de encontrarnos de nuevo colaborando unidos en todos los asuntos de esa índole para los que tantas veces me requeriste, en una muestra más del amor que seguía recibiendo constantemente de ti.

No podría describirte ahora con palabras, Rafael, la emocionada alegría que me proporcionaba el hecho de recibir una llamada tuya para ofrecerme la posibilidad de trabajar juntos, sólo con pensar en cuánto podría aprender y disfrutar junto a ti, y en la oportunidad que me abrías para poder por fin darte yo algo a cambio de todo lo que tú antes siempre me habías dado a mí.

Gracias Rafael por cómo me quisiste siempre, por cómo me dejaste quererte

Guardaré siempre en los pliegues más profundos de mi corazón aquella forma que tenías en nuestros encuentros de entonces de echar de inmediato tu brazo por encima de mi hombro para abrigarme así con el afecto infinito que con ese sencillo gesto me entregabas, ese que hacía que me sintiese protegido de todo y ante todos por ese niño grandullón y profundamente bueno que nunca dejaste de ser para los que te conocíamos y te sentíamos de cerca.

Desde esa atalaya, déjame que termine ahora estas torpes pero emocionadas palabras, con algo de pudor, dándote las gracias Rafael por cómo me quisiste siempre, por cómo me dejaste quererte, por cómo aprendimos juntos a queremos, por cuánto te sigo queriendo.

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