María Quirós

María nos enamora con la generosa dulzura de una voz con la que Dios ha cubierto una exclusiva

No soy de comentar sobre distinguidos por distinciones, pues una dilatada experiencia en la tarea de emitir juicios de muy diversa índole, me permite estar al tanto de lo que sucede de puertas adentro y de lo que cada cual opina de puertas afuera. Nadie, salvo el señalado, tiene tanta información como los jueces, cuando los hay, y cualquiera, por profano que sea en el menester, se siente capacitado para deslegitimar al honrado y a los honradores.

De los honores sólo cabe extraer un detalle, que por lo general son los premiados los que honran al premio y en alguna ocasión y por eso mismo, el premio el que da lustre al premiado. No es lo mismo decir algo así como que –permítaseme desempeñar el imaginario papel de un “Nobel”- estoy orgulloso de recibir el mismo honor que se le concedió a la Madre Teresa de Calcuta o a Martin Luther King, que me alegro de merecer análoga consideración que la merecida por Menajem Beguin o Yasser Arafat.

En una sociedad en la que pueden darse distinciones del mismo alto rango a esas cuatro personalidades, no conviene pronunciarse acerca de los honores mundanos o latrías semejantes. Eso por no descender a concesiones de poca fiabilidad corporativa, en las que tras una supuesta decisión conjunta hay una fuerte imposición individual, lo que sucede en bastantes más casos de los que pudieran ser percibidos por la inocencia del personal. Y digo lo de mundanos por respeto a la necesaria buena voluntad e inspiración divina que se supone precede al reconocimiento de la beatitud o, más bien, de la santidad. Porque en eso de la santidad, también hay lo suyo. En toda obra humana, por más que se invoque a Dios, hay sombras para dar y tomar.

Por todo eso que digo, debe entenderse que mi acuerdo con el reconocimiento, cualquiera que éste sea y venga doquiera que venga, de María Quirós, lo es respecto al hecho de que alguien se haya percatado de algo tan elemental como que a esa mujer hay que distinguirla entre los mejores de sus semejantes. Se me ha quedado el timbre de su voz en mis madrugadas madrileñas de un tiempo tan presente como lejano, cuando incluso en la radio de un taxi me hacía cómplice del entusiasmo del taxista que estaba pendiente de lo que decía. Pasa con esa gente que nos acompaña en nuestras soledades desde la radio, pero pasa más con María, que nos enamora envolviéndonos con la generosa dulzura de una voz con la que Dios ha cubierto una exclusiva.

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