DUNE: PARTE DOS | crítica

A veces segundas partes superan a las primeras

Los intérpretes Timothée Chalamet y Zendaya protagonizan el filme.

Los intérpretes Timothée Chalamet y Zendaya protagonizan el filme. / D. S.

Dennis Villeneuve es un gran calígrafo. Quiero decir con esto que escribe con perfección formal historias que casi nunca me han interesado más allá de la pulcritud de su trazo. Si la caligrafía es el arte de escribir con letra bella y correctamente formada, según diferentes estilos, no cabe duda de que Villeneuve lo domina. Otra cosa es que me interese lo que con tan bella letra cuenta. Solo lo ha logrado parcialmente en Prisioneros y totalmente en Sicario, que me atrapó desde el principio y me aplastó con su final de tragedia griega o shakespeariana, de desenlace de una ópera en el que culmina toda la tensión trágica de la obra. En las posteriores La llegada y Dune -omito Blade Runner 2049 que me pareció en error- aprecié la elegante pulcritud de la escritura, y hasta su amplitud épica en la segunda, pero poco más.

Al bordar Dune, la extensa obra de Frank Herbert (seis volúmenes a los que tras su muerte se han añadido dos trilogías), considerada por muchos de culto desde su publicación en 1965, Villeneuve se enfrentó a su mayor desafío al atreverse a torear el texto que volteó al extravagante Alejandro Jodorowsky (que no llegó a rodarlo, aunque su guión y diseños fueron inspiradores para posteriores obras de ciencia ficción como La guerra de las galaxias o Blade Runner) y al excelente David Lynch. Mejor fortuna tuvo la miniserie de televisión dirigida por John Harrison en 2000, que tres años después tuvo una continuación en Hijos de Dune de Greg Yaitanes. Estos eran los no muy alentadores precedentes cuando Villeneuve se atrevió con el universo de Herbert planeándolo -si la taquilla respondía- como un gigantesco fresco en tres entregas de tres horas de duración cada una de la que nos llega la segunda.

Supera a la primera entrega porque logra darle una espectacularidad y fuerza dramática de las que aquella carecía. Está más cerca de esas superproducciones de autor que, aunque creadas por Griffith en 1915 y 1916 con El nacimiento de una nación e Intolerancia, tras el estrepitoso fracaso de la última, se solían encomendar  a artesanos que garantizaran resultados eficaces sin correr riesgos creativos. Así fue hasta que entre 1959 y 1963 Wyler con Ben-Hur, Kubrick con Espartaco, Mankiewicz con Cleopatra (el nombre del director aparecía tras el de la Taylor, antes del título de la película y de los de Harrison y Burton) y sobre todo Lean con Lawrence de Arabia, en algunas ocasiones se confiaran costosísimas superproducciones a directores considerados autores, casos de Nolan y Villeneuve en el cine actual.  

Villeneuve parece haber querido imitar o recrear las escrituras de algunos de estos maestros de la superproducción de autor (sobre todo de Lean, será por lo de las arenas, y de Wyler, aunque también del infravalorado y magnífico DeMille) sin renunciar a su estilo, aunque aquí haciéndolo menos distante, empeñándose más en dotar a la pulcra perfección formal y el asombro espectacular algo de emoción, aunque no logre evitar del todo esa cierta frialdad nacida quizás de su voluntaria o involuntaria dificultad para implicarse en lo que narra. 

El guión, escrito por el director y por Jon Spaihts, quien antes de las dos entregas de Dune no tenía un currículo (Prometheus, Passangers, Dr. Strange, La momia) que lo cualificara para enfrentarse a este mamotreto trufado de presuntos trasfondos filosóficos, religioso-mesiánicos y ecologistas (hay que recordar que el maestro Eric Roth –cuya competencia desde Forrest Gump a Los asesinos de la luna pasando por The Insider, Múnich o El curioso caso de Benjamin Button- está junto a Villeneuve en el planteamiento del proyecto total), respeta el universo literario novelístico sin prisas: cuando se sume la anunciada tercera parte se le habrá dedicado un total de nueve horas. Aún así la fuente literaria es tan intricada y extensa que se ve obligado a elipsis no siempre conseguidas y acelerones en los tiempos narrativos que se notan aunque no se hayan leído las novelas. 

Esenciales son la dirección fotográfica de Greig Fraser (La noche más oscura, Rogue One, The Batman), ganador del Oscar por la entrega anterior, que usa con maestría los espacios abiertos en que se desarrolla la mayor parte de la película y la luz que define dramáticamente cada rostro del extenso y lujoso reparto. Esenciales también el extraordinario diseño de producción de Patrice Vermette, habitual colaborador de Villeneuve, el vestuario de Jacqueline West -responsable del de gran parte de la filmografía Terrence Malick, El renacido de Iñárritu o Los asesinos de la luna de Scorsese- y las escenografías de Shane Vieau, no casualmente autor de decorados para los visionarios Terry Gilliam, Tim Burton o Guillermo del Toro. Es importante destacarlos por la importancia fundamental que juegan en la apabullante épica visual de la película, capaz de fundir el gigantismo con el cuidado en el detalle que amplifica el efecto de lo monumental y da sustancia dramática a lo narrado y a los personajes. Importante es también la perfecta fusión de los efectos especiales y la imagen real, que dan un aire de gran artesanía a la película. No es necesario añadir que los personajes están servidos por un caro reparto de lujo: Timothée Chalamet, Zendaya, Rebecca Ferguson, Josh Brolin, Austin Butler, Florence Pugh, Javier Bardem, Stellan Skarsgard, Christopher Walken, Charlotte Rampling, Anya Taylor-Joy… Una película all star en línea con las superproducciones clásicas. No siempre se cumple aquello de que segundas partes nunca fueron buenas.    

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios