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Francisco Correal

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"Lo despojaron de los hábitos poniéndole una boina roja"

Reparación. Manuel González-Serna, vecino de la calle Feria, encabeza la nómina de 21 mártires de la archidiócesis de Sevilla asesinados el verano de 1936 que hoy serán beatificados

Manuel González-Serna, párroco de Constantina y arcipreste de Cazalla.

Manuel González-Serna, párroco de Constantina y arcipreste de Cazalla. / M.G.

EN 1911 más de doscientos sacerdotes se presentaron al concurso general de traslados. Manuel González-Serna (1880-1936) tenía tras de sí una brillante trayectoria pastoral. Ordenado sacerdote por el hoy beato Marcelo Spínola, que veinte años antes le había administrado el sacramento de la confirmación en la parroquia de Ómnium Sanctórum, dio su primera misa el 12 de octubre de 1902. En 1905 es destinado a Huelva como directo colaborador de Manuel González, éste con rango de arcipreste, futuro san Manuel González, el sacerdote de los sagrarios escondidos. En esa provincia será párroco interino de Isla Cristina, ecónomo en Cartaya y en 1909 es destinado como presbítero a Trigueros.

Tenía como un imán para los santos: beatificaron al obispo que lo confirmó y dos décadas más tarde lo ordenó, Marcelo Spínola, al que también le unió su relación con El Correo de Andalucía, rotativo fundado por Spínola en 1899; canonizaron a su amigo y superior, san Manuel González. Él va también camino de los altares. Manuel González-Serna nació el 9 de mayo de 1880 en el número 43 de la calle Palacios Malaver. Quinto de los nueve hijos de un montañés y una malagueña, ciego su padre, sorteando su madre la precariedad laboral con su taller de costura, encabeza la nómina de los veintiún mártires de la diócesis de Sevilla (diez sacerdotes, un seminarista y diez laicos) que hoy serán beatificados en la Catedral de Sevilla, víctimas de la persecución religiosa en los últimos días de julio y primeros de agosto de 1936.

En aquel concurso de traslado, Manuel obtiene plaza en la parroquia de Nuestra Señora de la Encarnación, en Constantina. Una alegría para él, que veía recompensados los esfuerzos por ser sacerdote en un entorno familiar muy complicado, con su bagaje de los estudios de Teología y Derecho Canónico. Pero ese joven sacerdote estaba firmando sin saberlo su sentencia de muerte. Tomó posesión de la plaza el 30 de octubre de 1911 y por tres meses no llegó a celebrar sus bodas de plata en la localidad de la Sierra Norte sevillana. El 23 de julio de 1936 fue asesinado en su propia parroquia después de ser vejado, ultrajado y humillado con saña.

José-Leonardo Ruiz Sánchez, catedrático de Historia, es el autor de la obra ‘Mártires de la persecución religiosa en la Archidiócesis de Sevilla (1936)’ que con abundantísima bibliografía recoge las semblanzas biográficas de los 21 mártires hoy beatificados, veinte hombres y una mujer, María Dolores Sobrino Carrera, asesinada junto al párroco después de que hubieran matado a su esposo, depositario municipal y hermano mayor de una cofradía local de Constantina.

El cementerio de la localidad era propiedad de la parroquia, un bien procedente de una testamentaria y de bienes parroquiales. Fue uno de sus principales desvelos. En una de sus ausencias, las autoridades municipales aprovecharon para derribar el muro que separaba el cementerio católico del civil y desacralizarlo.

Parroquia de la Encarnación de Constantina, donde fue párroco el cura asesinado. Parroquia de la Encarnación de Constantina, donde fue párroco el cura asesinado.

Parroquia de la Encarnación de Constantina, donde fue párroco el cura asesinado. / M.G.

Su llegada a Constantina fue un revulsivo. Hasta seiscientos niños se apuntaron a sus clases de catequesis. Muy pronto empezaron las dificultades. En carta al cardenal Ilundain le escribe: “he sabido que piensan multarme por tocar las campanas en una procesión y por algunos sermones, que creen ellos -pues no los oyen- que se ataca al Régimen actual, siendo falso”. El clima húmedo de la localidad empezó a quebrar su salud, el reumatismo y la bronquitis crónica que padecía. En la década de los veinte, empezó a viajar al balneario de Alhama de Aragón, en Zaragoza, y de regreso pasaba unos días en Madrid con su hermano Rafael, médico de profesión. Llegada la República, los problemas se multiplicaron. Pidió en varias ocasiones al cardenal Ilundain que le diera una licencia de un año para ausentarse del pueblo. “Me voy agotando física y moralmente”, le decía a su superior. Le añadió una carta del sacristán en la que le contaba que pensaban atentar contra su casa y quemar la iglesia. Pese a sus súplicas, el cardenal Ilundain lo consideraba “inoportuno y peligroso”.

Por el tiempo transcurrido, muchos de los que le amenazaron debieron pasar por sus clases de catequesis, recibir la comunión o el matrimonio de este sacerdote. Se enteró de la sublevación militar del 18 de julio porque se lo dijo en la iglesia una feligresa que lo había oído por la radio. Un día después lo detuvieron después de atender a un moribundo en el hospital que regentaban unas monjas. “Le despojaron de los hábitos poniéndole una boina roja”, le contaba en carta su hermano Rafael a Manuel González, entonces obispo de Palencia. “En los tres días que lo tuvieron en la cárcel, fue sometido a interrogatorios, con insultos soeces y fue apaleado con unas porras, para obligarle a que declarara donde tenía escondidas las bombas y las armas”. Intentaron arrancarle el crucifijo y el 22 de julio lo sacaron de la cárcel camino de su particular Calvario. “Dios permitió que como lo mataron en la iglesia, tal vez por comodidad”, seguía la carta de su hermano médico, “para transportar su cadáver al camión, donde lo echaron para llevarlo al cementerio, echaron mano de un paño frontal del altar mayor, envolviéndolo con él, lo que sirvió de mortaja sagrada a su cuerpo”. Terminó en el cementerio, el primer escenario de sus controversias con las autoridades.

Al conocer las circunstancias de su muerte, el padre Saravia, redentorista que había estado en Constantina dos años antes, en 1934, dejó escrito: “el párroco que quería ser monje tuvo una gracia mayor, fue mártir”. Una hermana de González-Serna era priora de un convento de carmelitas descalzas de Zafra. En la visita del padre Saravia, le había expresado su desazón por el ambiente. “¡Señor cura, esto es muy triste!”, le dijo su interlocutor, a lo que le respondió: “Y tan triste, es que yo he resuelto dejar la parroquia y meterme en un convento. Esto no es un pueblo cristiano… es una nevera”.

De los 21 mártires, ocho fueron asesinados en la Sierra Norte: seis en Cazalla de la Sierra, dos en Constantina. Entre los laicos, hay dos farmacéuticos, un empleado de banca, un joven abogado de Marchena que había vuelto de vacaciones desde Madrid para estar con su familia y dos parejas de hermanos: Gabriel y Mariano López-Cepero y Muru, concejal de Cazalla el primero y funcionario municipal el segundo; Salvador y Rafael Lobato Pérez, naturales de Algodonales (Cádiz), uno párroco de Coripe y de El Saucejo, el otro acompañante en los destinos parroquiales de su hermano. En la segunda localidad fueron asesinados.

La beatificación llega una década después de que se iniciara la causa el 16 de febrero de 2012. En el arciprestazgo de Cazalla de la Sierra, del que era titular Manuel González-Serna, fueron asesinados otros cuatro sacerdotes: Pedro Carballo Corrales, natural de Ubrique, párroco de Guadalcanal; Antonio Jesús Díaz Ramos, de Bollullos del Condado, párroco de Cazalla; y los hermanos Manuel y Juan Heredia Torres, asesinados en Constantina, pero cuya causa la lleva la diócesis de Jaén porque eran de Porcuna, localidad de esa provincia.

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