Historia Taurina

Los sueños de un niño hechos realidad

  • Marcial Lalanda, el maestro de Vaciamadrid, tuvo una tarde triunfal en su despedida de los ruedos. Desde lo alto de los hombros de los que lo admiran, la emoción le embarga

Traje que llevó Lalanda en su despedida.

Traje que llevó Lalanda en su despedida. / Photo Experience/CAT

La afición madrileña ha bajado al ruedo. Los toreros retirados, primeras espadas o no, también. Todos aclaman a Marcial Lalanda. El maestro de Vaciamadrid ha tenido una tarde triunfal. Desde lo alto de los hombros de los que lo admiran, la emoción le embarga. Es la hora del adiós. Muchos han sido los años en los que ha mantenido un lugar de privilegio en el escalafón. Su toreo clásico, puro, con el oficio bien aprendido y continuador de los que le antecedieron, no se ha marchitado con los años. El hombre sí, y el torero también. Es la hora de la despedida y los recuerdos pasan por su mente de manera fugaz.

Desde muy niño vivió en un entorno netamente taurino. Su abuelo fue vaquero en la ganadería del duque de Veragua. Su padre, mayoral en la modesta vacada charra de Enrique Gutiérrez. Años más tarde fue contratado como corralero de la vieja plaza de la capital del Reino. En aquel ambiente, Marcial no podía ser otra cosa que torero. Mientras es izado en hombros, recorría el ruedo del coso venteño, sus memorias le llevaron a la vieja plaza toros, aquella donde vivió en compañía de su familia y donde presenció el primer festejo taurino siendo un chiquillo.

Marcial recordaba aquella primera tarde en la plaza. Los recuerdos se agolpaban en su cabeza. Fue el día de la despedida de Bombita. El torero sevillano era jaleado, al igual que lo era él en aquellos momentos, por los toreros que agradecían la creación de un socorro mutuo para espadas retirados o que habían quedado inútiles para la profesión.

También rememoró la actuación de Joselito aquella tarde. El llamado Rey de los toreros llamó poderosamente su atención. Sus ojos de niño quedaron deslumbrados por la tauromaquia total del más joven de los Gallo. Aquella tarde marcó su vida. Su deseo, además de ser torero, era ejercer una labor protectora hacía sus compañeros, así como la principal y fundamental, torear y dominar a los toros como lo hacía aquel Joselito, que marcó para siempre sus concepciones del viejo y noble arte de torear.

Una de las épocas más duras de la historia del toreo

Marcial Lalanda no lo tuvo fácil. Vivió una de las épocas más crudas y duras de la historia del toreo. En la llamada Edad de Plata, inmediata tras la muerte de Joselito y la primera retirada de Belmonte, el toro fue duro, muy duro. Sin ir más lejos, la tarde de su confirmación como matador en Madrid, tuvo que estoquear a un Veragua, de nombre Pocapena, que le destrozó la cabeza literalmente a Manolo Granero, segándole la vida en plena juventud. También fue testigo directo de la cogida mortal de Varelito en Sevilla. La muerte estaba presente en el ruedo y Marcial podía dar fe de ello.

La muerte se llevó por delante a las espadas que mejor captaron el mensaje torero de Joselito. Granero, Manolo Bienvenida o Félix Rodríguez. Quedaron como promesas truncadas. Solo quedó Marcial para continuar la línea iniciada por el menor de los Gallo.

Como aquel, Marcial fue un torero completo, dominador de todas las suertes y variado en su tauromaquia, aunque con la quietud bebida de las fuentes belmontinas. Marcial Lalanda fue referente en su época. La guerra civil puso freno a su carrera. Toreó en Francia con asiduidad durante la contienda, volviendo con sus clásicas formas a España en 1939, pero los años no pasaban en balde y un espigado torero de Córdoba había llegado para dar una vuelta de tuerca ¿definitiva? al toreo.

Es 18 octubre de 1942. Marcial Lalanda se despide del toreo en Madrid. Alterna con Pepe Luis Vázquez y Juan Mari Pérez-Tabernero, que confirma su doctorado. Los toros pertenecen a la torada de Antonio Pérez. Marcial brinda su última lección de magisterio. Su primer toro, de nombre Cazador, le permite realizar una faena que es un compendio de su ya dilatada carrera. Faena clásica, en plena madurez.

El toreo brota de forma cabal de sus trastos toreros. La espada viaja en buena dirección y es premiado con dos orejas, algunos incluso piden el rabo, que no fue concedido. El broche de oro ya está puesto. Su último toro se llamo curiosamente Bombita. Vuelve a realizar una faena plena. Otra oreja al esportón. La tarde ha sido redonda.

Vestido de grosella y oro dice adiós a Madrid y a la profesión. Los capitalinos lo aclaman mientras lo llevan en volandas. Los viejos toreros portan una pancarta que dice: “Los toreros agradecidos, rinden homenaje en el día de su despedida al sucesor de Bombita, Marcial Lalanda”.

Entre las gentes de coleta no se olvida que Marcial ha presidido el Montepío de Toreros, entidad benéfica destinada al sufragio de las costas médicas de los toreros heridos y que tuvo en el Sanatorio de Toreros, desaparecido en 1977, su buque insignia. Aquellos recuerdos de niño, se repetían años después en primera persona.

Tal vez sin proponérselo, Marcial había continuado la labor de aquellos toreros que vio por primera vez en una plaza. Continuador de la línea iniciada por Gallito y también benefactor, como en su día lo fuera Bombita, de sus compañeros, los toreros.

La puerta grande de la Monumental madrileña es cruzada por última vez por el maestro de Vaciamadrid. Vestido de grosella y oro se da cuenta de que sus anhelos, tal vez sin proponérselo, se han visto cumplidos. Son los llamados designios del destino.

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