Toros

El Juli, volcán en erupción de auténtico toreo bajo la lluvia

  • El diestro madrileño, en maestro, hace historia, corta tres orejas y abre la Puerta del Príncipe · Sebastián Castella y Miguel Ángel Perera se marchan de vacío en un festejo marcado por la lluvia

GANADERÍA: El Ventorrillo, en conjunto bien presentada y de juego desigual. Los mejores, primero y cuarto; y, en menor medida, el quinto. TOREROS: Julián López 'El Juli', de azul y oro. Estocada hasta la bola en lo alto (oreja). En el cuarto, estocada (dos orejas). Sebastián Castella, de nazareno y oro. Estocada algo caída (silencio). En el quinto, entera (silencio). Miguel Ángel Perera, de grosella y oro. Pinchazo y estocada (silencio). En el sexto, entera (silencio). Incidencias: Real Maestranza. Viernes 16 de abril. Lleno hasta la bandera. Lluvia. La infanta Elena ocupó el Palco del Príncipe. Curro Molina prendió un gran par de banderillas al segundo toro.

El dios de la lluvia se asomó a la Maestranza para conocer si hay hombres que burlan la muerte con arte. Y bajo su manto, se encontró un volcán de buen toreo llamado El Juli, que en lugar de cenizas, arrojaba maestría, casta y naturalidad. Un volcán que ligaba las suertes en el fuego de la ligazón, con una fuerza de torería y firmeza endiablada, que ascendía tendido arriba, enloqueciendo al público. La lava del toreo, ese toreo de muleta que desciende de arriba a abajo para someter al toro, llegó a convertir la Maestranza en un inesperado manicomio de Miraflores.

En este manicomio quien pareció perder la cabeza fue el presidente, Francisco Teja, quien concedió a El Juli sólo una oreja por una faena magistral, rematada perfectamente con la espada. Y que en su segundo toro, compensó con dos trofeos otra gran faena, que en este caso sí podía ser de una. Tampoco era de recibo celebrar una corrida en la que horas antes llovía en Sevilla y en la que los pronósticos advertían que llovería durante el espectáculo, como así sucedió.

El Juli cuajó una faena memorable, que brindó a la infanta Elena. Se las vio con un primer toro astifino bravo, noble y repetidor. Ilusión se llamaba el ejemplar de El Ventorrillo, que lidió una corrida en conjunto bien presentada y de juego desigual. Y con Ilusión, esperanza cumplida de un torero convertido en amo y señor de lo que realizaba.

El Juli derrochó variedad capotera, con hondas verónicas. La apertura de la faena rezumó torería. Luego llegó la locura cuando, con la diestra, toreó con sumo temple. En una de las series llegó a dictar una lección torera esencial: bajó la mano, sometió al toro, alargó los muletazos lo indecible y... ligó. Todo con esa facilidad que sólo poseen los elegidos para el arte de Cúchares. Con la izquierda también plasmó esas verdades en otra tanda. Hubo un circular invertido en el que imantó al toro como si lo hubiera hipnotizado. El público gritaba y aplaudía a rabiar. Las voces y las palmas salían bajo una nube de gigantescas setas negras, de paraguas. ¡¿Cómo podían aplaudir algunos, mientras se resguardaban bajo esos incordiantes utensilios?! Estoconazo hasta la bola, en todo lo alto, perdiendo el engaño. El toro se mantuvo, con bravura, hasta rodar como una pelota. Y todo el mundo enloquecido, menos el presidente, al que el público increpó con insultos de todo tipo. El Juli dio dos vueltas al ruedo clamorosas, envueltas en una ovación interminable y atronadora.

Cuando saltó el noble cuarto, Botijito, nadie precisaba más agua. Pero comenzó a jarrear sin contemplaciones. El torero madrileño se lució a la verónica. Con la derecha: poder y temple. El toreo en redondo, con cadencia, parecía inspirado en una melodiosa sinfonía. Y todo, en aires dominadores, saliendo con garbo y marchoso de las suertes. Estocada contundente. El puntillero, que lloró por ello, levantó al animal. Pero el toro cayó, por fin. La plaza era nuevamente un manicomio. Los negras setas que resguardaban de la lluvia dieron paso a la blancura de pañuelos solicitando trofeos, como si un champiñón gigante se hubiera posado en la Maestranza. El presidente, en lugar de conceder una oreja, quiso -como los malos árbitros- compensar el daño anterior y premió con los dos trofeos a un Juli que consoló a su banderillero y se recreó en una vuelta al ruedo, paladeando ya la Puerta del Príncipe, triunfo que había ganado en 1999, cuando cortó tres orejas; pero que no disfrutó al caer herido.

Sebastián Castella estuvo porfión ante su primer toro, que no llegó a entregarse, y que le propinó un varetazo bajo la rodilla derecha. Al quinto, que se quedaba algo corto, no llegó a cogerle el aire. Perera, con el peor lote, se pasó de metraje en una faena sin intensidad ante el noble, pero sin transmisión, tercero. Y nada hubo con el manso sexto.

Todo eso vio el dios de la lluvia, que no pudo apagar el fuego de ese volcán de auténtico buen toreo que arrojó El Juli. De todo ello conoció ayer la deidad, mientras verónicas y muletazos puros, como rescoldos de pasión, como brasas de sentimiento, acompañaban a un río de gentes con los paraguas desplegados, para ver salir junto al río grande a ese joven maestro del toreo, que se anuncia como El Juli, pero que, ayer, bajo el dios de la lluvia, demostró que es Don Julián.

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