EL ÚLTIMO REFUGIO ANDALUZ DE LOS 'HIPPIES'

El castillo sin retorno

  • Apenas 150 vecinos habitan la fortaleza de Castellar de la Frontera, en Cádiz. Unos son representantes del movimiento contracultural de los 70 y otros, enamorados de la belleza de un lugar por el que dejaron colgada su vida anterior

Dicen que la mejor vista del castillo de Castellar es la que se ve desde el camino que baja al embalse de Guadarranque. Allí en lo alto, coronando el parque natural de Los Alcornocales, se alza, a 250 metros sobre el nivel del mar, uno de los pocos ejemplos de fortaleza habitada que aún pervive en España. Entre sus muros, habitan apenas 150 personas, la mayoría representantes de una época llena de ideales, la del final de la dictadura y la apertura al mundo.

“Aquí, como en botica, hay de todo”, resume India. Hippies que recalaron en esta fortaleza tras recorrer medio mundo huyendo del sistema; los hijos de esa generación de paz y amor y extranjeros atraídos por la idiosincrasia del pueblo andaluz. También lugareños que no quisieron salir de la casa en la que nacieron sus antepasados; artesanos que acudieron llamados por el sueño de crear un pueblo dedicado por entero al trabajo único hecho a mano y pintores que encontraron la inspiración en un enclave desde el que se divisa Marruecos y Occidente... “Y todos, absolutamente todos, enamorados del castillo”, sentencia India, la cicerone de los forasteros para este reportaje e historia viva del idealismo contracultural de los 70. La misma que un día llegó al castillo para no moverse más.

Enclavado en la dehesa El Boyal, esta antigua finca comunal fue protagonista de un contencioso durante siglos entre los vecinos de Castellar y los señores del pueblo, los duques de Medinaceli, y finalmente Rumasa, última propietaria de las tierras. Después de un largo pleito, en los ochenta el gobierno de Felipe González lleva a cabo la expropiación de Ruiz Mateos y comienza la época más popular del castillo, con sus luces y sus sombras. Pero algunos, como Hermann Klink habían llegado antes.

Este alemán llegó a España en el 68 atraído por la historia de la Guerra Civil y apoyando a grupos políticos antifranquistas. Recorrió toda España desde el País Vasco hasta el sur y en el 73 recaló en Castellar de la Frontera, en el castillo. Junto con un grupo de amigos alemanes compró una de las casas que quedaron vacías cuando la población del castillo se trasladó ocho kilómetros abajo, al pueblo nuevo.

La casa de este periodista de Stuttgart, que vive de una pequeña pensión por invalidez, es un monumento a la memoria de los mitos de los últimos cuarenta años sazonado con detalles del imaginario colectivo andaluz. Las fotos y pósters del Ché Guevara y del Dalai Lama conviven en sus paredes raídas con un mapa de Andalucía, un cartel de Dolores Agujeta, una medalla de la virgen del Rocío y un fotomontaje del papa Benedicto con la bufanda del Cádiz. India y Hermann rememoran sus correrías. Como las noches en las que saltaban de tejado en tejado hasta terminar en la terraza del Alcázar, hoy un hotel de tres estrellas a punto de abrirse al público, mirando la luna con un pitillo en la mano.

“Los que vinimos aquí a vivir no traíamos nada al principio, pero invertimos mucho tiempo y dinero en mantener en pie el castillo”, cuenta Hermann. “Se han dicho muchas cosas, que ocupábamos todas las casas. Pero gracias a gente como nosotros esto no ha sido pasto de especuladores”, apunta. Hermann anda preocupado ahora por el nuevo plan de ordenación del territorio, que deja sin aclarar la situación de las casas de extramuros, como en la que él vive. “He puesto la luz y el agua a la casa cuando esto no era nada.

Y llevo años luchando porque mejoren el reparto del correo, que sólo pasa una vez a la semana”, dice y rápidamente posa su memoria en el pasado. “La gente era diferente. Tenían tiempo para cantar, para charlar, para escuchar nuestras historias”, dice Hermann. “Éramos la televisión de la época. A los de aquí les contábamos las historias de las ciudades a la que habíamos llevado nuestro mensaje. Estaban encantados de regalarnos su hospitalidad y su tiempo”, rememora India. Su lamento no es crítico con el pueblo, ni siquiera contra los que criticaron su modo de vida libre o con los xenófobos que recelaban de melenudos cantando y fumando marihuana. “Mi crítica es con el sistema. Lo veo en mis hijos”, dice “no iba en contra de mis padres, yo iba en contra del sistema. Mis hijos son los hijos de la televisión, de la videoconsola y me atacan a mí, no al sistema que no les deja ver más allá”. 

El mundo entre los muros

Las cosas han cambiando. Los hijos de India no han visto mundo pero saben que existe y quizás estén aburridos de escuchar la vida azarosa de su madre. En la época dorada del castillo, la de mediados de los ochenta, bastaba con sentarse en un poyete y se veía pasar el mundo por delante. Lo dice Ulah, una alemana que se gana la vida estampando pañuelos y camisetas que vende en su taller. “Por aquí pasó todo el mundo, de Alaska a Malasia, de Japón a Marruecos, de Tailandia a la India”, enumera esta mujer. “Viajabas sin salir de los muros del castillo”, insiste esta alemana que acumula dos relaciones sentimentales y dos niños, Marlon y Christopher, que hablan castellano mejor que ella después de 22 años en España. “Podían pasar días sin hablar español”, se ríe. “¿Volver a Alemania? ¿Para qué?, allí no me queda nada”, responde. “Cuando crezcan, viajaré”, señala.

En los 80, Luis ya había viajado lo suficiente y encontró en el castillo el sitio donde retirarse del mundo como un “joven maduro”. “Cuando en España se empezó a hablar de la integración en Europa, aquí llevaban años viviendo en armonía personas de todas partes”, recuerda este sevillano que ahora tiene 60 años.

A los 23 años, a principios de los 70, Luis dejó colgada la carrera de Económicas en la capital andaluza y se enroló en la ruta de los hippies persiguiendo un amor. Pasó por Marruecos, Pakistán, Katmandú y Calcuta, los lugares donde, hace 40 años, los aventureros trotamundos iban buscando la expansión de la conciencia y la vida en armonía con la naturaleza. “Era hijo del signo de los tiempos, pero no hippie”, precisa este “viejo joven” de exquisito trato y conversación trufada de anécdotas de camareros y bailaores de Sevilla mientras posa la mirada en su interlocutora. Se presenta como capitán Luis, pintor y seductor de mujeres. “Lo de capitán me lo pusieron cuando llegue aquí. Vine a ayudar a mi hermano a arreglar su casa. En los ratos muertos, les hacía barquitos de corcho a los niños del castillo. Les maravillaba que flotaran. Desde entonces soy capitán de mí mismo. O flotas o te hundes”, sentencia. Uno cree que está ante un quijote. O al menos ante alguien que ha hecho siempre lo que le ha dado la gana sin más ambición que seguir su propio camino. “A los 28 años, trabajaba en una sucursal, me fui de vacaciones y ya no he vuelto a colocarme detrás de la mesa de un banco”, explica.

Ése es otro de los denominadores comunes que confluyeron entre los habitantes del castillo en los albores de la democracia: llevar una vida opcional. “No impuesta o autoimpuesta”, apunta India con una mezcla de acento catalán y chisparrero, que es como se conoce a la gente de este pueblo del campo de Gibraltar. En su carné de identidad es Rosa Cots, nacida en Lérida hace 48 años. Por las calles del castillo y desde hace más de treinta años es India, mamá India. Se define como antisistema radical y “el castillo estaba en una esquina del sistema”, dice. Si se le despoja del pañuelo de la cabeza, la falda pintada a mano y las pulseras y amuletos que lleva al cuello uno puede imaginarse a una señora de la burguesía catalana, sus orígenes, educada por monjas. “Me empeñé en que de regalo de 18 cumpleaños quería irme a Ibiza, que no es el chunta-chunta de ahora sino el punto de encuentro de hippies verdaderos, de gente con ideales, de espíritu libre. Lo conseguí. Mi tío, que era dueño de una cadena de pastelerías, me pagó el billete. Sólo de ida”, recuerda India. Ya nunca más volvió a casa.

Eso pasó hace treinta años. Por el camino, viajes por España, Ámsterdam, Marruecos y, por fin, Andalucía y el castillo. “Aquí venía la gente a desengancharse. Pero muchos han querido vender otra cosa”, cuenta India. Eso forma parte de las sombras del pueblo. Según cuentan a mediados de los ochenta llegaron dos tipos de fuera que trajeron cocaína y pastillas y dejaron enganchados a muchos de los que vivían en el castillo de La Almoraima. Al poco se dedicaron a robar, a comprar y a traficar y al pueblo empezó a llegar gente ajena. Se creó el germen de la desconfianza. Pero esos duraron poco, apenas un par de años. “Pero ya se sabe, cría fama y...”, dice India.

Hermann Klink guarda en una carpeta azul de gomillas decenas de recortes de periódicos. “Son las verdades y mentiras que han dicho sobre nosotros, sobre el castillo”, tercia India. Los dos están sentados frente a una mesa de madera, hecha por el propio Hermann, mirando desde su ventana cómo cae la tarde sobre el pantano de Guadarranque. Ni una carretera, ni una farola. Sólo naturaleza salvaje delante y el alcázar del castillo y la muralla a la derecha. “Un día vi a los de la obra del hotel sacar piedras y piedras y piedras de dentro. ¡Pero hombre, no saben que esas piedras han sido subidas a lomos de esclavos hasta donde usted está!”, les regañé a los albañiles. Pararon. Al día siguiente volvieron a sacar más piedras. “Me siento orgulloso de formar parte y de vivir en un sitio con tanta historia, por eso me duele que se ignore”, protesta el capitán Luis.

Del castillo y su paisaje se enamoraron Carlos, hermano del capitán, y Karin, hace más de treinta años. Él, sevillano, ella francesa. Karin, que trabaja el cuero, dice que “encontró la felicidad” y el lugar idóneo para criar a sus cuatro hijos. Uno de ellos es Rocío, que ha heredado de sus padres el interés por la artesanía, en su caso por trabajar el cristal. “Hasta los doce años se vive genial aquí. Como si estuvieras en una película de Peter Pan: no hay coches, te subes por los árboles...”, recuerda Rocío Fernández Froissart, que ha vuelto al pueblo tras unos años viviendo en la Costa del Sol. En otra época el castillo tuvo escuela propia, se daba clase en lo que hoy es el centro de información turística. Ahora a los niños que viven en el Castellar Viejo les recoge un autobús por la mañana que les traslada hasta el colegio público del pueblo nuevo.

Aún queda mucho para que la hija recién nacida de Ángel y Gara vaya a la escuela. Tiene sólo 37 días. Gara, profesora de inglés del colegio internacional de Sotogrande, disfruta de los días de baja maternal sentada en un enorme balcón de piedra situado en una de las casas de la muralla exterior del castillo. “Compré una casa hecha una ruina hace 20 años por ocho millones”, cuenta Ángel Gutiérrez, maestro joyero hijo de emigrantes andaluces en Madrid. “Tras la expropiación de Rumasa, las autoridades vendieron que en el castillo se iba a construir un pueblo de artesanos, que iba a ser un foco de atención y ayudas de las administraciones públicas. De eso hace ya más de 20 años y todo ha quedado en papel mojado”, explica Ángel Gutiérrez.

“Felipe González se quedó con tres casas de las expropiadas y el resto se vendió o se hicieron casas de turismo rural financiadas por la Diputación de Cádiz. Igual que el hotel”, que abrirá sus puertas este verano, sigue. El joyero está dolido. Dice que, a veces, los turistas que llegan han llamado a su puerta y le han dicho “venga, ponte a trabajar, como si esto fuera un parque temático”, se queja. “Estoy desencantado. Y, sí, añoro una vida más estable”, resume este alumno de las escuelas Cartier y Fabergé que, gracias a su trabajo, ha recorrido media Europa.  “Me da pena porque parece que la gente de aquí sólo servimos para rellenar páginas de periódicos”, comenta mientras trabaja en una pieza con absoluta dedicación. “No soy paciente. Es cuestión de experiencia”, explica.

Los primeros

Precisamente experiencia es lo que les sobra a Los Avileses, que es como en el pueblo se conoce a la familia Avilés, cuatro hermanos solterones, que nunca se quisieron mover de la casa familiar pese a las ofertas de las autoridades locales por abandonarla. Su casa está flanqueada por una treintena de macetas en latas, verdes, llenas de flores, que son cuidadas con esmero por Juana, de 87 años, y María, de 78. Los Avileses son bisnietos del primer habitante del pueblo en tiempos de los duques de Medinaceli, su bisabuelo, guardés de la finca La Boyal. “Cuando todo el mundo se fue para abajo vinieron a decirle a mi padre que se tenía que ir. Mi padre les dijo ‘de aquí no me muevo más que con los pies por delante”. Y Francisco ríe a carcajadas porque, por enésima vez en su vida, cuenta con orgullo a los forasteros la proeza de su padre. Miguel, el cuarto hermano, está enfermo pero en otros tiempos fue también guardés. En las paredes, de las que cuelgan cuadros de niños rollizos de comunión y posados de boda, se encuentra un cuadro enorme con todas las placas de guarda otorgadas a Miguel. En este minúsculo salón donde los cuatro hermanos ven la vida pasar hay sitio también para una incomprensible foto de Jesulín de Ubrique vestido de torero hablando por el móvil, una foto dedicada de Felipe González, un cuadro de los príncipes de Asturias con su hija Leonor y decenas de paños de croché. Siempre se llevaron bien con los que llegaban. Sin meterse con nadie.

“¿Entiendes por qué me fascinó este sitio?”, pregunta Hermann. Esa gente castiza se ha perdido o vive abajo. Ahora, quienes llegan son “yuppies no hippies”, dice Karin entre risas. Ricardo Pasquini no tiene pinta de yuppie. Llegó hace tres años al castillo. Es un joven pintor italiano que trabaja con arena de playa para crear sus cuadros: de la arena blanca de Chipiona a la rojiza de Jordania. Dice que en este castillo está realizando su sueño y que es el sitio ideal para vivir.

India está muy orgullosa de la obra de su amigo Ricardo. Habla de la gente que se ha cruzado con ella durante el día con dulzura. Ni un mohín ni una queja. “Yo sólo hablo de lo bueno de la gente. Me dicen que después de hablar conmigo se sienten mejor. Soy muy intuitiva, pero no chamán. Ojalá, pudiera curar el espíritu. Lo que me ha gustado siempre es la cultura de los Lakotas de Canadá”, que en su idioma significa amigo y aliado. En su rostro se vislumbra una vida llena de ideales, de juergas, de días larguísimos de humo, risas y besos, pero también de fatigas para sacar adelante sola a cuatro hijos de dos relaciones diferentes sin más ayuda que la amistad de la gente, “Dios y Alah”. Nunca se ha arrepentido de nada. “Siempre he llevado la vida que he querido. Me siento afortunada. ¿Quien puede decir que hace lo que quiere y vive donde quiere?”. Su próximo golpe de fortuna será sacarse el carné de conducir y seguir volando. Quiere conocer más mundo. El espíritu viajero es lo que une a todos los que viven el castillo. Ya volverá.

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