Tribuna

César romero

Escritor

Yo voté a Felipe González

La visión del ayer con los ojos del hoy hace que quienes jamás lo votaron ahora elogien a González y su gestión, a ponderarlo como un político de gran calado frente a los actuales

Yo voté a Felipe González Yo voté a Felipe González

Yo voté a Felipe González / rosell

Con pocos días de diferencia, Alberto Núñez Feijóo y Cayetano Martínez de Irujo, conspicuos exponentes de la derecha, la política y la social, respectivamente, han confesado que en su juventud votaron a Felipe González. Uno no duda de que dijeran la verdad y, en efecto, en su mocedad optaran por el PSOE, pero va teniendo la impresión de que las elecciones de octubre de 1982 se han convertido en un nuevo mayo del 68 francés o una reedición de la aclamada defunción de Franco. Si toda la gente que alguna vez afirmó estar en París en mayo de 1968 hubiera estado allí realmente, la playa bajo los adoquines cuya existencia proclamaban los revolucionarios hubiese sido peor que Benidorm en agosto. Si cuantos aseguran haber descorchado una botella de champán la madrugada de noviembre en que Franco se acabó de morir en una cama lo hubieran hecho, Freixenet, Codorníu y Rondel hubiesen dejado desabastecidos los hogares españoles en las inminentes Navidades tras el deceso. Diez millones de votos son muchos votos, y más en relación con la población de España hace cuarenta años, pero parece como si todos los votantes de entonces que sobreviven se hubieran puesto de acuerdo… ahora.

Si el paso del tiempo modifica algo es el pasado. Ya se sabe: tendemos a olvidar los malos momentos y recordar sólo los buenos, proyectamos sobre lo que fue presente, y ya es mero pasado, nuestra visión presente de las cosas. Y no. Cómo vivimos hoy el ayer no es cómo vivimos ese ayer cuando fue hoy. Es una trampa habitual del carácter humano, o una forma de sobrellevar el pasado, tan pesado conforme el futuro mengua, y todos participamos de ella, hasta los dos cuarentones que compartían mesa televisiva con el hermano del duque de Alba cuando confesó que él también votó a Felipe González. Por eso la reacción de ambos (dejando a un lado lo macarra de semejantes personajes) es muy común, vulgar. Quienes ahora ven a Felipe González como un señor de derechas no recuerdan, o no quieren recordar, o molestarse en investigar si acaso no vivían, que en 1982 la gente de derecha de toda la vida lo miraba con cierta preocupación, que la palabra expropiación sobrevolaba sus conversaciones y atenazaba a no pocos. Casi todos parecen haber olvidado que, frente al anhelo de cambio de la rebelde juventud y el deseo de la vieja izquierda de conocer un gobierno de su cuerda tras medio siglo de ablación de ese deseo, había mucha gente, entre los poderosos, los adinerados, los tibios (y éstos eran bastantes: Franco llevaba poco bajo tierra) que veían con temor, y aun pavor, la victoria arrasadora del PSOE. Y cuando el golpe de efecto de la expropiación de Rumasa, menos de tres meses después de asumir el poder, muchos de los temerosos se tentaron los bolsillos.

La visión del ayer con los ojos del hoy hace olvidar esto y también que quienes en verdad jamás lo votaron ahora elogien a González y su gestión, a ponderarlo como un político de gran calado frente a los actuales. Es otra trampa de la vida, que mejora lo que éramos cuando entonces conforme nos echa años encima. Aunque es verdad: en sus años de gobernanza, esa palabra cuya revitalización quizá le debamos, Felipe González y sus sucesivos ministros acertaron en muchas ocasiones y, grosso modo, el balance de su labor es positivo. Pero, cuando menos en tres ámbitos, sus decisiones empolvaron tanto la cosa pública que han traído el lodazal de hogaño. Uno: no haber cambiado la ley electoral para que los partidos nacionalistas tuvieran una representación proporcional a su número de votos y no la inflada que vienen ostentando desde 1977.

Dos: confundir descentralización del Estado con vaciamiento de competencias de la Administración del Estado en favor de las comunidades autónomas (sufragándolas, eso sí) y participar en el juego de que las llamadas históricas sólo quieran al Estado para poner el cazo, sin recordarles que también ellas son Estado. Y tres: entre las competencias cedidas a las comunidades autónomas, darles la principal: la enseñanza. Extraña que políticos de armas tomar, taimados, como Rubalcaba, por ejemplo, olvidaran esa antigua máxima que dice "dejadme la educación y transformaré el mundo" y se la entregaran a las administraciones autonómicas, buena parte de las cuales, en tres décadas largas, han hecho de sus regiones lugares ajenos, u hostiles, al resto de España y han socavado y empobrecido nuestro viejo Estado, al que no pocas medidas de González robustecieron cuando era un todopoderoso izquierdista a su mando y no el viejo político del que hoy se mofan los rufianes de turno.

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