Tribuna

Óscar Barroso Fernández

Profesor de Filosofía y director del Centro Mediterráneo

La vejez inexistente

Más allá de la retórica continua de derechos y libertades, cada uno de nosotros parece haber asumido la reducción económica de su existencia

La vejez inexistente La vejez inexistente

La vejez inexistente / rosell

La forma en que restábamos importancia a la pandemia antes de que se instalara en nuestro país fue sin duda irresponsable; pero si añadimos que esta minusvaloración se apoyaba en el argumento de que la enfermedad sólo era mortal para los ancianos, entonces hemos de concluir que nuestra actitud fue además inmoral y vergonzosa. Ya no era suficiente con que existiéramos de espaldas a nuestros mayores; al injusto olvido se sumaba ahora el desprecio de sus vidas.

Hay que decir, en nuestra defensa, que esta creencia abstracta y precipitada mostró su estupidez y miseria cuando el drama nos alcanzó. Entonces nos acordamos de todo lo que debíamos a una generación que, aun habiendo madurado en una época oscura de guerras y dictaduras, fue capaz de donarnos otra, hasta entonces inédita en nuestro país, de democracia y prosperidad. Nos lamentábamos porque sentíamos que nuestro agradecimiento hacia ellos debía ser infinito, pero la pandemia y un sistema sanitario insuficiente nos hicieron ver, impotentes, como morían sin posibilidad de atención en las UCI e, incluso en muchos casos, en los hospitales. Muchos de ellos se contagiaron y fallecieron en residencias convertidas en verdaderas ratoneras.

Todavía en esta terrible situación, hemos escuchado testimonios de ejemplar dignidad; ancianos que comprendían que se trataba de una cuestión de prioridades en un momento de emergencia. Ello hizo más fácil nuestro refugio en el dato fáctico y la argumentación racional: los cuidados hospitalarios e intensivos no lograban salvar muchas de aquellas vidas, luego, era razonable dedicar los recursos limitados a los que tenían más posibilidades de sobrevivir. Pero aquí la razón no puede ocultar ni la vergüenza de una sociedad incapaz de responder adecuadamente al don de sus mayores, ni la rabia de aquellos que perdieron a padres y abuelos.

Dicho esto, la dramática situación actual no puede ni debe hacernos olvidar una injusta e inveterada actitud que mencioné al comienzo. Puede ser ejemplificada a través de un estudio de la Comunidad de Madrid publicado en enero de este año y que aportaba datos escalofriantes: solo el 40% de los ancianos que vivían en residencias tenía visitas (en verano el porcentaje bajaba al 15%) y apenas el 16% salía de ellas en Navidad.

En La vida en común (1995), Tzvetan Todorov sostenía que había una diferencia cualitativa entre los humanos y el resto de animales. Esto, de por sí, no es muy original. Tradicionalmente la filosofía ha establecido una frontera infranqueable entre la vida humana, vida espiritual, y la mera vida material. Pero Todorov no se refería a una esencia metafísica, sino a un fenómeno que podemos corroborar a partir de nuestra propia experiencia subjetiva. Mientras que la vida, en general, alcanza su plenitud cuando se asegura su sostenimiento, en el caso humano esto es manifiestamente insuficiente. Nosotros, escribía Torodov, no nos conformamos con el mero vivir; queremos también existir. Venimos incompletos al mundo y solo podemos dar cumplimiento a nuestra esencial incomplétude a través del reconocimiento que nos proporcionan los demás.

Desde esta tesis, resulta pasmosa nuestra insensibilidad ante el sufrimiento de tantos ancianos que dejan de existir antes de dejar de vivir. Más allá de la retórica continua de derechos y libertades, cada uno de nosotros parece haber asumido la reducción económica de su existencia, de tal forma que solo alcanzamos el reconocimiento a través del éxito que logramos como empresarios de nosotros mismos y el buen uso de nuestro capital humano. Las vidas que ya no pueden competir, se convierten en pesos muertos que, anulados y silenciados, dejan de existir.

Hoy resulta casi sorprendente que los antropólogos del siglo XX encontraran en el valor de la vejez una especie de universal cultural. En Occidente, sin llegar al extremo de Séneca -para quien la vida no era más que la preparación para la vejez, entendida como el momento cumbre de la existencia-, recuerdo que todavía, cuando yo era niño, había un gran respeto a las personas mayores como fuente de sabiduría.

Aprovechemos la experiencia de horror de una pandemia que tantas vidas ha segado, para hacer patente la injusticia previa de una forma de dirigirnos que tantas existencias ha aparcado. Para ello será necesaria una profunda reflexión que, como sociedad, nos permita ir más allá del cálculo reductivo de los intereses y la miseria del corazón propios del ser humano entendido solamente como homo oeconomicus.

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