Tribuna

Javier González- Cotta

Escritor y periodista

Por tierras sorianas

Por tierras sorianas Por tierras sorianas

Por tierras sorianas / rosell

Tal vez sea cierto aquello que decía Ortega sobre Castilla, la vieja Castilla. Por carreteras de la provincia soriana, atravesando las llamadas tierras de Berlanga, nos topamos con paisajes de una lealtad que parecieran como escindidos del tiempo. Hablaba Ortega de la "irrealidad visual" que Castilla emana, lo que cohíbe aún hoy a quienes contemplan algunos escenarios de la que fuera madre y madrastra.

Por estos parajes se intuye lo que debió suponer la marca media del río Duero, frontera de guerrería entre cristianos y mahometanos. Los líneas montuosas, peladas y de color arcilloso en verano, nos remiten a lugares ideales para antiguos eremitorios, que más tarde devinieron en ermitas para el culto. El coche deja a un lado Berlanga de Duero, que tuvo al Cid Campeador como primer regidor. Nos encogemos -y no será la primera vez- ante las vistas de un notable castillo, cuyo paño de muralla se alza sobre el conjunto ornamental de la villa.

Ignorantes a mucha honra, viajerillos de tres al cuarto, no sabremos hasta mucho después que Berlanga de Duero es cuna de hijos esclarecidos. Los vástagos de Castilla son también otra ensoñación, otra irrealidad orteguiana. Leemos que aquí nació Fray Tomás de Berlanga, descubridor de las islas Galápagos y precursor del paso transoceánico de Panamá. De igual modo, a Fray Tomás se le debe la revisión ética de la conquista española, como predecesor de Bartolomé de las Casas.

Dejamos atrás Casillas de Berlanga y subimos a la ermita de San Baudelio. Desde fuera viene a ser justo lo que dicen las guías: un áspero volumen. Se trata de un cubículo de piedra encastrado en un monte. El cielo azul se halla moteado por blancos buñuelos de nubes. No es que tanto detalle se nos vaya de las manos sobre un cuaderno de falibles apuntes de viaje. Simplemente es lo que se nos viene a la cabeza cuando damos cuenta de tal o cual paraje y, pasado un tiempo, adquiere una nueva moldura sobre nuestro recuerdo.

La ermita es una rareza. En origen un eremitorio, la ermita se dedicó al mártir grecorromano que fuera decapitado en Nimes, en el siglo IV, precisamente el siglo de la mística radical que iniciaran los padres del desierto. San Baudelio se alza sobre la citada marca del Duero. En el año 1010, el conde Sancho García y Suleyman, califa de Córdoba, acordaron la cinta del río como línea divisoria.

El interior de la ermita sorprende a los profanos. Primero, la columna central que se despliega, como curioso palmerín, en ocho nervaduras, lo que fusiona el arte mozárabe y taifal con el románico. Segundo, y sobre todo, asombran los restos de pinturas murales, que hoy semejan grafitis de una espiritualidad vencida. En el siglo XII, el caballero cristiano Fortunio Aznárez, "señor de Berlanga", propuso decorar los muros y bóvedas de San Baudelio con bíblicas iconografías. En 1922, un comerciante de antigüedades, León Leví, expolió las pinturas con la técnica del strappo y se las llevó a Estados Unidos, aprovechando la incuria de lugareños y autoridades.

Seguimos la ruta hacia Gormaz, en busca de la fortaleza califal que, como vemos pronto, se alza sobre un peñón, imponiendo su gran mandíbula de piedra defensiva. La barbacana -una de las mayores de Europa- fue tomada a los árabes por el rey Fernando I (1060). Bajo el peñón se alza otra adusta ermita: San Miguel de Gormaz. El verano disloca las horas y la hallamos cerrada por torpeza propia. No podremos contemplar sus pinturas al fresco y al temple, con escenas de la vida de Jesús, del juicio de las almas y de los Ancianos del Apocalipsis.

Gormaz nos abruma. Contemplamos el pedregal sobre el que se alza la ermita, y que sube, entre alguna que otra piedra dinosáurica, hasta las faldas de la fortaleza califal. Hacia el sur se adivina el curvilíneo discurso del Duero. El río vuelve a evocarnos la marca que separaba la espada tizana de la cimitarra de los sarracenos. La planicie que se extiende sobre la margen derecha del Duero discurre sobre campos y sembradíos.

Vistos en altura, bajo las nubes panzurronas que ya divisamos en San Baudelio, el campo soriano se muestra cuarteado en tierras de labor, que demuestran que el agro, a través de los siglos, sigue siendo la religión de los hacendosos. En nuestra fantasía se nos vienen a la mente los repobladores cristianos del alto medievo, que iban tomando las tierras de asentamiento ganadas a los moros.

De vuelta al idílico pueblillo de Salduero, donde nos hallábamos de vacaciones, regresamos en coche por El Burgo de Osma. Descollaba la torre de su catedral lo mismo que, una vez más, se alzaba descollante nuestro olvido. En El Burgo de Osma nació el escritor y falangista Dionisio Ridruejo, antifranquista en su última hora, quien escribiera su voluminosa Guía sobre Castilla la Vieja.

Comparado con su testimonio, estas divagaciones no alcanzan siquiera el grado de notas al margen sobre su amada Soria.

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